Editorial:

El ídolo derribado

EL EMOCIONANTE espectáculo de la triunfal llegada de Ben Johnson a la meta, ante la atónita mirada de su rival Carl Lewis, en la final de los 100 metros lisos de los Juegos Olímpicos de Seúl, ha dado paso al escándalo tras conocerse que el atleta canadiense de origen jamaicano se había estimulado artificialmente con una sustancia prohibida. La dimensión planetaria de los Juegos Olímpicos ha aumentado el impacto de la noticia, recibida por millones de espectadores de los cinco continentes con la sensación de haber sido víctimas de un fraude. Es la buena fe de muchas gentes, que creen en los val...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

EL EMOCIONANTE espectáculo de la triunfal llegada de Ben Johnson a la meta, ante la atónita mirada de su rival Carl Lewis, en la final de los 100 metros lisos de los Juegos Olímpicos de Seúl, ha dado paso al escándalo tras conocerse que el atleta canadiense de origen jamaicano se había estimulado artificialmente con una sustancia prohibida. La dimensión planetaria de los Juegos Olímpicos ha aumentado el impacto de la noticia, recibida por millones de espectadores de los cinco continentes con la sensación de haber sido víctimas de un fraude. Es la buena fe de muchas gentes, que creen en los valores de la emulación, la que se ha visto golpeada por la manipulación ahora desvelada.Sin embargo, cabe preguntarse dónde comienza la manipulación y si ella se reduce a la ingestión de determinadas sustancias. Todo el tinglado olímpico está montado en torno al concepto del récord: llevar cada vez más lejos los límites de la capacidad humana. La victoria misma ha pasado a segundo plano. Lo que importa no es ser el más rápido en una carrera, sino pulverizar la marca. Y como los JJ OO se celebran cada cuatro años y las leyes de Mendel no bastan para aumentar con esa frecuencia la capacidad humana, se recurre a lo que sea con tal de adecuar la oferta a la incesante demanda de récords. Por lo menos uno cada cuatro años por especialidad. En esa perspectiva, la diferencia entre tomar un estimulante químico o recurrir a métodos de entrenamiento no menos inhumanos podría tal vez relativizarse. Desde luego que están probados los peligrosos efectos de esas sustancias para la salud de los deportistas. Pero no más que los de ciertos métodos de forzar su anatomía y su fisiología en los gimnasios. ¿Por qué habría de ser más condenable la ingestión de testosterona que las prácticas a que se ven sometidas las adolescentes reinas de la gimnasia moderna para mantenerlas artificialmente delgadas, retrasando su normal desarrollo fisiológico a fin de que conserven una flexibilidad infantil?

Hasta hace relativamente pocos años, los nadadores practicaban durante una o dos horas algunos días a la semana. La demanda de récords les obligó a cumplir un horario casi laboral en la piscina durante seis o siete días a la semana. Cuando eso no ha sido suficiente, se ha pasado al entrenamiento intensivo: todos los días de la semana y a ritmo superior, casi de competición, complementado con sesiones de pesas y similares. ¿Pueden considerarse naturales esos métodos de producción de récords? ¿No constituye ello otra forma de doping?

El mismo día en que se producía la demolición del mito Johnson, las cámaras de televisión ofrecían, en la final de los 10.000 metros, un espectáculo insólito: el marroquí Boutaib, que tuvo a su alcance el récord mundial de la distancia, renunció a esa gloria reduciendo la marcha en los últimos metros y entrando casi al paso, más preocupado por su amigo y compañero de entrenamientos, el italiano Antibo, que venía tras él y con quien se fundió en un emocionante abrazo sobre la misma línea de meta. Insólito porque fue un gesto de insuperable humanidad en un espectáculo al que la obsesión por el récord le ha despojado casi totalmente de ella.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Por lo demás, la ideología subyacente a la competición deportiva tal como se entiende hoy, con su carga de hipocresía tácitamente admitida, exige que la efigie de Ben Johnson sea ahora ritualmente pulverizada. El voluntarioso y huraño emigrante jamaicano será devuelto a la condición de carne de cañón, de negro tramposo con zapatillas de blanco. La federación internacional le ha suspendido por dos años, pero la federación canadiense ha anunciado que le suspenderá a perpetuidad. Los organizadores del tinglado olímpico quisieran que Ben Johnson no hubiera existido nunca y tratarán de que su nombre sea olvidado. De momento, ya han comenzado a deslizarse comentarios que insinúan que toda la carrera del velocista jamaicano (es decir, ex canadiense) ha sido un fraude. Tal vez lo haya sido, pero no más ni menos que la de otros cientos de héroes contemporáneos del estadio. Pero no habrá piedad para el vencido.

Archivado En