Tribuna:

Aguacero

Me moriré en París con aguacero un día del cual tengo ya el recuerdo. César Vallejo lo dejó escrito para que el tiempo confirmara que los poetas no se equivocan jamás. Gil de Biedma lo dijo de otro modo, Claudio Rodríguez lo ha escrito mil veces y hay una imagen de una mano muerta en una ventana de Oxford, descrita por Francisco Brines, que siempre me evoca esa luz profética que tienen las palabras de los poetas.El caso de los ojos de César Vallejo, de cuya muerte parisiense se cumplen hoy 50 años, es muy especial para los que aprendimos de él la pasión indescriptible por la mirada ajena ("Con...

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Me moriré en París con aguacero un día del cual tengo ya el recuerdo. César Vallejo lo dejó escrito para que el tiempo confirmara que los poetas no se equivocan jamás. Gil de Biedma lo dijo de otro modo, Claudio Rodríguez lo ha escrito mil veces y hay una imagen de una mano muerta en una ventana de Oxford, descrita por Francisco Brines, que siempre me evoca esa luz profética que tienen las palabras de los poetas.El caso de los ojos de César Vallejo, de cuya muerte parisiense se cumplen hoy 50 años, es muy especial para los que aprendimos de él la pasión indescriptible por la mirada ajena ("Confianza en el anteojo y no en el ojo", la elección de lo que pasa frente a lo que nos pasa).

No sólo profetizó las circunstancias acuosas de su propia muerte, sino que fue capaz de entrar en los otros sin tenerse en cuenta, como un espectador asustado por la realidad contra la que es imposible hacer otra cosa que dar puñetazos al aire. César Vallejo, como escritor colectivo que fue, es el poeta de lo inevitable y por eso es también el poeta de la solidaridad.

Aquel célebre poema en el que él, como un espejo pegado a los otros, ve el porvenir acotado de un albañil al que un ladrillo le ciega terminantemente la continuidad de los días -"y ya no almuerza"- encierra la metáfora de la impotencia que ante el curso de la vida los poetas sienten como casi nadie. La obsesión por la imposibilidad de abolir lo inevitable le convirtió en un ser escueto, esencial, consciente de que al fin y al cabo él era una palabra diluida en la profundidad de un aguacero de París.

Tan hermosa fue su poesía cotidiana que él mismo se sorprendió haciéndola, como si otra voz se la estuviera dictando, y por eso sus ojos tienen la quietud rabiosa de los iluminados. Esa luz que habita sobre todo lo que escribió es lo que le hizo inmortal, y acaso para conjurar esa categoría infinita de la desaparición predijo cómo había de morirse. El aguacero que le acompañó estará todavía asustado de tanta certeza.

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