Tribuna:

Roma

Acomodado en una confortable habitación de hotel antiguo, dominando, un paisaje de edificios bajos rematados con techumbre de teja vieja, sonando la radio, perdiendo buena parte de las palabras de un seria¡, incorporando lo perdido en una conjetura fónica (corpo di Baco, un viejo militar que agoniza con tranquilidad y con ironía: contra el terror, teatro), sintonizo instantáneamente con este lugar, Roma, peligro (todavía) para caminantes.Los italianos son maestros en las sobredichas tretas: poseen instinto litúrgico, saben musicalizar sus peripecias, practican el exorcismo del gesto y d...

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Acomodado en una confortable habitación de hotel antiguo, dominando, un paisaje de edificios bajos rematados con techumbre de teja vieja, sonando la radio, perdiendo buena parte de las palabras de un seria¡, incorporando lo perdido en una conjetura fónica (corpo di Baco, un viejo militar que agoniza con tranquilidad y con ironía: contra el terror, teatro), sintonizo instantáneamente con este lugar, Roma, peligro (todavía) para caminantes.Los italianos son maestros en las sobredichas tretas: poseen instinto litúrgico, saben musicalizar sus peripecias, practican el exorcismo del gesto y del fonema. Los italianos parecen satisfechos de ser italianos y lo expresan a través de esa lengua suya que se escurre y que no acaba, que se estira como un chicle, que te envuelve y te seduce y finalmente te empalaga.

Año tras año, en otras épocas de mi vida, solía venir a Roma. En 1953, Roma era una ciudad con pocos automóviles. Después llegaron las Vespas alborotadoras. Por los alrededores de Villa Borghese paseaban las putitas melancólicas. De pronto, el Papa tuvo hipo. Al Papa le habíamos visto en Castelgandolfo, nosotros en viaje de novios, él con su estilizada silueta y sus blanquísimas manos. Era un Papa ascético y hierático, en todo caso esdrújulo. Allá por el sesenta cenábamos en Ranieri, cerca de Via Condottí, y en la sobremesa, con la última botella de Frascatti, mezclábamos la religión y la política.

Me inquietaba pasear por el Foro. La primera vez, que estuve aquí sentí una especie de vergüenza, pensé que la exhibición de tanta ruina era impúdica. Aquellas cicatrices históricas asomando entre el asfalto producían malestar, casi náusea. El Colosseo era un gigante con la panza desagradablemente abierta. Demasiado fetichismo arqueológico. Luego, con la costumbre, cambió la perspectiva. Eso, el Foro, fue la obra de unos hombres vigorosos, o sea, virtuosos, que todo para (etimológicamente) en lo mismo. La virtus está en la estirpe y en la sangre de los romanos, decía Cicerón. Más adelante, Adriano proclamó la esencia del imperio, el paso de la polis a la cosmópolis. Y al fin comenzó otra historia, una virtus más fanática, el imperium romanum christianum, una gran hybris.

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Hoy me identifico con esa gama de ocres y de sienas cubriendo los barrocos edificios. Los geranios en los balcones. Algún violinista perdido. Los famosos gatos. Ahí cerca está un palazzo donde vivió / murió Leticia Bonaparte, superviviente de las aventuras de su hijo, la que dijera: "Pourvu que cela dure". Roma no es una ciudad antigua; es una ciudad, como todas las italianas, renacentista. Y barroca, claro está. Y agradablemente provinciana. (El supuesto cosmopolitismo de Via Veneto, la dolce vita, etcétera, todo eso sólo fue un invento de Fellini.)

Ya digo: al principio no acababa de digerir la impúdica estratificación arqueológica, la exhibición de las entrañas de la historia, la excesiva evidencia de unas piedras viejas. Paulatinamente fui entrando en el intríngulis. Roma es una espléndida urbe caótica bien y mal avenida con su pasado, cohabitando automóviles, ruinas, fuentes, espaguetis. Señales de tráfico que nadie respeta. Y cavilo que ser romano consiste en equilibrar irónicamente todas esas piezas sueltas. Conciliar la frialdad del Phanteon con las tabernas del Trastevere. Condescender con la horterada de San Pietro. Y así sucesivamente.

El Capitolio es la menos alta de las siete colinas, un lugar tranquilo, incluso sereno, donde la historia deja de ser un cadáver. De pronto, el venerable SPQR recapitula una ciudad donde no hay dioses. Todo, incluido el Vaticano, aparece como perteneciente al espacio político, al espacio / polis que se desprende del Capitolio. Es el legado más genuino de la autorregulación pagana, el milagro estético y jurídico de una buena acomodación con los propios límites.

De pronto, Roma también es Grecia.

De pronto, uno calibra la sabiduría de un pueblo antiguo, fatigado y pícaro. Dicen que los italianos van a reformar su Constitución. Tal vez sea conveniente. No parece imprescindible. Italia es un país difícilmente gobernable, pero los italianos acaban siempre inventando alguna inverosímil combinazione que restaura el equilibrio. Algún prodigio de finezza. La actual Constitución data (me parece) de 1946, y en buena parte contribuye a la dificultad política. Porque en 1946 los italianos andaban obsesionados con atajar cualquier posible regresión al fascismo, y en consecuencia, el poder, en Italia, es constitucionalmente un poder débil.

Pero resulta que, según las encuestas, los italianos son el pueblo más europeísta de Europa, y por ahí cabe rastrear una salida imaginativa y fértil. Italia es un mosaico extremadamente fino. Más allá de su provincianismo. Roma es una ciudad demasiado abierta, sedimentada, universal para limitarse a ser la capital de una nación-Estado. Roma es un patrimonio común de muchos pueblos; es el holograma de un espacio más amplio y más complejo, un espacio plural y coherente (también incoherente), prodigiosamente historiado, abierto al resto del planeta. Europa, efectivamente.

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