Tribuna:

Pecado

La segunda religión en la que fui educado decía que comprar era pecado mortal, especialmente si no eran necesidades vitales primarias. No sé si consumir necesidades vitales secundarias o terciarias continúa siendo delito, aunque supongo que sí porque los fundamentos teóricos de la fe no han variado desde hace medio siglo. Pero hay que admitir que se trata de un pecado muy difícil de cometer. Sobre todo por estas fechas y en unos grandes almacenes.¿De dónde habrán sacado que consumir es fácil, un placer? Es un tormento. Sufro lo indecible cuando me ataca una de esas necesidades vitales t...

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La segunda religión en la que fui educado decía que comprar era pecado mortal, especialmente si no eran necesidades vitales primarias. No sé si consumir necesidades vitales secundarias o terciarias continúa siendo delito, aunque supongo que sí porque los fundamentos teóricos de la fe no han variado desde hace medio siglo. Pero hay que admitir que se trata de un pecado muy difícil de cometer. Sobre todo por estas fechas y en unos grandes almacenes.¿De dónde habrán sacado que consumir es fácil, un placer? Es un tormento. Sufro lo indecible cuando me ataca una de esas necesidades vitales tan primarias como comprar una camisa. Por lo pronto, entrar y situarse correctamente en esas catedrales del consumo es una odisea. No hay sitio para aparcar, hay que abrirse paso a codazos, la tufarada del aire acondicionado corta la respiración, los altavoces susurran mensajes desconcertantes, huele a rayos, sientes en la nuca el punto de mira de las cámaras ocultas, las escaleras mecánicas funcionan en la dirección opuesta o te depositan en secciones absurdas. Lo peor es cuando por fin te enfrentas al vendedor. Son gentes muy crueles, que no entienden el lenguaje abstracto de las necesidades primarias, que disfrutan humillándote con el detalle terciario. ¿Una camisa? Ahí empieza el suplicio. Te exigen marca, color, materia, si de manga larga o corta, qué clase de cuello, para traje o de sport, rebajada o normal, de planchar. Y la talla, claro. Si no la sabes, estrangulan tu sudado cuello con un centímetro de hule. Pero si crees saberla, te miran con escepticismo, siempre sospechando muchos más kilos. De la vejación de los probadores prefiero no hablar. Hay que estar muy seguro de uno mismo para superar la prueba de desnudarse ante los espejos criminales, iluminados por despiadados neones, separado del mundo por una leve cortinilla y en pleno ataque de claustrofobia. Sales de allí no sólo agotado, hundido, arrepentido, sino con la talla equivocada. Como cuando salías de un pecado mortal de la primera religión.

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