Editorial:

La libertad del aire

ESTE PUEBLO nocturno -porque de día está calcinado- sale a las calles, las plazas o los jardines en las noches de verano; se reúne en tomo a los tinglados de la fiesta. La fiesta va desde producciones de una cultura alta -música, teatro clásico o clasicista, ballet, ópera- hasta la quermés de barrio y la terraza privada. La libertad del aire no es igual para todos: se perfora de ruidos y sonidos, y siempre hay vecinos que duermen -o lo intentan- a quienes sobresalta y desvela el estampido de las tracas o el agudo de la soprano, como si fueran una sola cosa, porque tienen el mismo efecto...

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ESTE PUEBLO nocturno -porque de día está calcinado- sale a las calles, las plazas o los jardines en las noches de verano; se reúne en tomo a los tinglados de la fiesta. La fiesta va desde producciones de una cultura alta -música, teatro clásico o clasicista, ballet, ópera- hasta la quermés de barrio y la terraza privada. La libertad del aire no es igual para todos: se perfora de ruidos y sonidos, y siempre hay vecinos que duermen -o lo intentan- a quienes sobresalta y desvela el estampido de las tracas o el agudo de la soprano, como si fueran una sola cosa, porque tienen el mismo efecto. Otros, contemplativos, se quejan de que los monumentos de su ciudad o su barrio se desfiguran o se ocultan para convertirse en escenarios de pago: precisamente cuando los forasteros llegan para verlos.Hay también puristas de la cultura que lamentan este modo de transmisión popular. En efecto, muchas calidades se pierden. Hay micrófonos y altavoces intermediarios que pueden destrozar todo el sentido de frases orales o melódicas, y la misma libertad del aire arroja sobre los foros impresionantes decibelios llegados del exterior: camiones de basura, televisores y radios que salen a todo volumen por los balcones, cantos de borracho generalmente mal apreciados en su sentido sociológico y folclórico, juegos de niños y las peleas familiares que a veces estallan al terminar la tele. El viento se lleva fragmentos esenciales de la cultura escuchada, las sillas son incómodas y han captado durante el día la intensidad solar. Compañías y orquestas de verano, por otra parte, no son las mejores que se podría seleccionar, y aunque a veces lo sean están mediatizadas porque voces o instrumentos, o simples imágenes, están trabajadas para el ámbito cerrado. La cultura europea buscó abrigo desde que le fue posible; formó las cápsulas de los salones de los palacios, de los teatros, las salas, los auditorios: ha trabajado sobre ello y ahora le cuesta trabajo salir a la calle. Se formó así una cultura palaciega, luego burguesa, como un instrumento de clase, y ahora lo paga cuando, arrojada a la calle, no sabe moverse bien en ella. Los grandes organizadores de la cultura al aire libre son víctimas del renombre de ese pasado y consideran que arrojar al pueblo indefenso los clásicos grecorromanos, o el Siglo de Oro, o la finura del romanticismo vienés, o las figurinas de ballet ruso, constituye un brillante trabajo de divulgación, sea cual sea la entropía que opere sobre el arte en esta emigración. Quizá fuera más inteligente, aunque menos remunerador en el pago del prestigio, sacar a la calle espectáculos hechos para ella, y llevar al pueblo todo el año a centros culturales hechos para él. Hay en España compañías, orquestas y espectáculos -también los hay en el extranjero- que se han especializado en este tipo de trabajo al aire libre, y funcionan muy bien.

De todas maneras, estas indicaciones no son dirimentes. No sólo no se pide aquí que se rompa o se interrumpa este esfuerzo que parte de las varias instituciones que dominan el aire libre, sino lo contrario: que se le aumente calidad y se acepten las experiencias de otros años. Hay en los mercados equipos sonoros y buenos técnicos para su uso, de manera que el sonido se consiga con mayor calidad; hay ámbitos que no tapan con sus tinglados los monumentos o los paisajes; hay horarios que no perjudican a los trabajadores diurnos, que siguen existiendo en verano; hay o puede haber anfiteatros portátiles en los que las sillas no sean una tortura para el sensible espectador del arte. Esos desvelos suplementarios en añadir calidad actual a la calidad permanente de la cultura serían muy eficaces para conseguir lo que pretenden. Y el aire no vería su libertad avasallada, sino su condición de medio suave e inteligentemente utilizada.

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