Tribuna:

Intelectual

La palabra intelectual tiene una arquitectura fonética tan compacta y líquida a un tiempo que no ha de extrañar su ambigüedad y los contradictorios sentimientos que suscita. No hay nada más fácil que amar la creación intelectual, ese producto que nace de los vacíos del cuerpo. Alveolos por los que discurre el aire y se forman poco a poco los conceptos. En este sentido, la idea que brota de un intelectual y se expende en el mercado tiene la condición de un artículo benévola y probablemente útil. En todo caso se trata de un fruto probablemente seco y deshicente, de la clase de aquellos qu...

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La palabra intelectual tiene una arquitectura fonética tan compacta y líquida a un tiempo que no ha de extrañar su ambigüedad y los contradictorios sentimientos que suscita. No hay nada más fácil que amar la creación intelectual, ese producto que nace de los vacíos del cuerpo. Alveolos por los que discurre el aire y se forman poco a poco los conceptos. En este sentido, la idea que brota de un intelectual y se expende en el mercado tiene la condición de un artículo benévola y probablemente útil. En todo caso se trata de un fruto probablemente seco y deshicente, de la clase de aquellos que destilan un sabor menudo e intenso. Todo lo que se diga sobre el intelectual en esta acepción primera es propicio a la simpatía. El público piensa que, puesto que todo el mundo no puede dedicar el día entero a pensar, no está mal que algunos hombres, por lo general mal pagados, hagan esta labor y de cuando en cuando ganen una distinción que consiga compensar a las esposas. Lo importante es que no resulten demasiado importantes, pero, en el caso de que no exista posibilidad de evitarlo, es muy necesario que la fama les llegue bien por haber escrito Lo que el viento se llevó o porque hayan inventado la penicilina. Si no han contribuido con cosas de este tipo, claramente extraordinarias, despertarán recelos.El recelo sobre este tipo de profesional también está inducido por la estructura fonética de la palabra intelectual, que inevitablemente evoca una suerte de presa de hormigón donde se remansa un alto caudal de agua. Pero el relente de este almacenamiento suele ser duro y nocturno. Y, al amparo de esta luz, el intelectual aparece taciturno y secreto. Tan indeterminable que se hace objeto de suspicacia, sea a propósito de su vacuidad o de su mismo juego inexplorable.

Contemplo ahora a cientos de intelectuales discurrir sobre los mármoles blancos en Valencia, les oigo comer o meditar sobre las mesas. Observo el quehacer de estos animales en su inmensidad ignorados, muchos nobles, y no resisto la impresión de estar ante un vestigio del mundo.

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