Tribuna:

El lector

Se oye hablar muchas veces del amor entre el escritor y sus lectores. Pura hipocresía. Muchos lectores, en su oscuridad, lo que desean es acabar con los autores.Para ser francos, el lector es un tipo, en general, bastante abominable, que lee con precipitación y pobre actividad sensual. Fuera de estos padecimientos, lo demás ha de importarle poco. El lector tipo es alguien al que si no se le dice lo que a él ya se le había ocurrido, había dicho hace unos días o estaba pensando decir, concluye que el autor desvaría o debería ser tratado con algún psicotrópico. Suele ser mucho señor el lector. Pa...

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Se oye hablar muchas veces del amor entre el escritor y sus lectores. Pura hipocresía. Muchos lectores, en su oscuridad, lo que desean es acabar con los autores.Para ser francos, el lector es un tipo, en general, bastante abominable, que lee con precipitación y pobre actividad sensual. Fuera de estos padecimientos, lo demás ha de importarle poco. El lector tipo es alguien al que si no se le dice lo que a él ya se le había ocurrido, había dicho hace unos días o estaba pensando decir, concluye que el autor desvaría o debería ser tratado con algún psicotrópico. Suele ser mucho señor el lector. Panzudo, más bien desaliñado y muy sabihondo en los problemas candentes. Se trata de ególatras con un disminuido sentido del humor y propensos a supervisar el precio que marca el surtidor de la gasolina. Gente muy desconfiada que dice leer por vocación, pero que al cabo vive la lectura con una ilusión de venganza. No hay lector empedernido que no ambicione ser escritor, tal como no existe escritor que no aspire a un paraíso en donde sólo le corresponda la absoluta misión de leer. Se envidian con odio: se odian, por tanto. Y se envilecen en un vinculo de perversión interminable.

Sólo hay en esta corrupta relación una excepción solitaria. Y es la que establece el escritor con un lector hembra y la del lector con un autor dulce. En esos casos, la excepción obedece a una síntesis que no necesita coincidir con el valor de la escritura ni la inteligencia de su intérprete. Autor y lector se seducen en un cruce donde el objeto escrito no pertenece a ninguno y sólo existe como una mutua. En suma, si merece la pena escribir es para esta modesta iguala en la que ocasionalmente aparece un ser que procura legitimar al ser que probablemente aquél supone que el autor encarna. Fuera de esto, la situación es de preguerra. Hay lectores que no atienden a la sintaxis, pero otros que ni se cortan las uñas. Seguro que para dedicarse a una función como ésta el profesional debería haber asumido el hedor del público, pero, se tome como se tome, hay cosas que inevitablemente dan asco.

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