Tribuna:

Bokassa

Me le imagino bajando por última vez la escalinata del castillo / palacio de Hardricourt, envuelto quizá en sedas ajadas, con sus pasos resonando a hueco en el vacío de las salas. La magnitud de las decadencias es directamente proporcional a la desmesura de ambiciones. Por eso la decadencia de Bokassa es extremadamente miserable y literaria.Me le imagino día a día, encerrado en ese soberbio castillo que se iba convirtiendo en pudridero, viviendo la lenta progresión de la catástrofe. Primero vendrían las caras largas del séquito, las pequeñas afrentas y la indisciplina. Y un Bokassa paranoico e...

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Me le imagino bajando por última vez la escalinata del castillo / palacio de Hardricourt, envuelto quizá en sedas ajadas, con sus pasos resonando a hueco en el vacío de las salas. La magnitud de las decadencias es directamente proporcional a la desmesura de ambiciones. Por eso la decadencia de Bokassa es extremadamente miserable y literaria.Me le imagino día a día, encerrado en ese soberbio castillo que se iba convirtiendo en pudridero, viviendo la lenta progresión de la catástrofe. Primero vendrían las caras largas del séquito, las pequeñas afrentas y la indisciplina. Y un Bokassa paranoico e impotente intuyendo el odio a sus espaldas; él, cuya sola presencia causaba, años atrás, el mismo terror que un dios furioso; él, que antaño mató sólo por divertirse, y que ahora no podía ni tan siquiera castigar a un insolente.

Después se precipitaría el fin. Las 17 esposas rutilantes, que el emperador fue adquiriendo ostentosamente una a una, le abandonan también en un goteo de desdeñosas fugas. Catherine, la Gran Emperatriz, vende las joyas de la corona y, antes de marcharse, chupa hasta la última gota de oro imperial que hay en Bokassa. Ahí queda él, solo y arrinconado, rumiando el recuerdo de lo que fue, prisionero del olvido. Un viejo negro en la inmensa tumba del palacio de Hardricourt. Quizá recorriera los salones en noches insomnes, peleándose con los fantasmas de las sombras. Sombras auténticas, porque ya le habían cortado la luz por falta de pago. Y también el agua. Sin calefacción, sin leña para las majestuosas chimeneas, el frío del invierno entrante debió de irle cercando, echándole de los ventosos pasillos, sitiándole en el desesperado refugio de su cama.

Me le imagino bajando finalmente la escalinata del castillo, camino de la cárcel y la muerte. Quizá vistiera para la ocasión su túnica imperial apolillada, manchada por las salpicaduras del último vino y la grasa de algún banquete añejo. Y en la memoria debía de llevar el recuento de sus atrocidades y un brillante torbellino de pavos reales.

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