Tribuna:

La vuelta del anatema

Entre las sorpresas de la democracia española habrá que contar -ojalá que no por mucho tiempo- con la vuelta del anatema. Como en la copla, nadie sabe cómo ha sido. Tras las elecciones ha ido creciendo la tensión política ante la manifiesta incapacidad de los partidos para ajustar sus cuentas internas y asumir responsabilidades. Aquí y allá se vieron signos premonitorios de la borrasca. Se fue espesando el ceño de los guardianes de la recta doxa, bajo no sé qué torvas sospechas. Y, de repente, como en las tormentas secas de verano, fraguó la intolerancia con su rostro más colérico y som...

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Entre las sorpresas de la democracia española habrá que contar -ojalá que no por mucho tiempo- con la vuelta del anatema. Como en la copla, nadie sabe cómo ha sido. Tras las elecciones ha ido creciendo la tensión política ante la manifiesta incapacidad de los partidos para ajustar sus cuentas internas y asumir responsabilidades. Aquí y allá se vieron signos premonitorios de la borrasca. Se fue espesando el ceño de los guardianes de la recta doxa, bajo no sé qué torvas sospechas. Y, de repente, como en las tormentas secas de verano, fraguó la intolerancia con su rostro más colérico y sombrío. Es cierto que la vida de los partidos, desde la transición, ha sido basante tormentosa, como prueban las crisis del PCE y la UCD, que acabaron prácticamente con sus respectivas formaciones políticas. Pero entonces fueron otros los motivos determinantes: en un caso, las dificultades del PCE, que había cuajado en la resistencia a la dictadura, para adaptarse a las nuevas condiciones democráticas; en el otro, el carácter de aluvión de UCD, de escasa o nula consistencia idológica, dejaba más al descubierto la nuda dinámica del poder. Pero no se conocía una irrupción tan violenta y generalizada de la intransigencia política. ¡Delenda est disputatio! parece ser la nueva consigna de los aparatos, es decir, quien no piense como yo, está de más. Y ya se sabe que los aparatos piensan por programas, de los que tan sólo guardan la memoria.La paradoja es de gran calibre, porque nada contradice más el ethos y hasta el talante democrático que este revival del viejo espíritu inquisitorial. En este país ha hecho estragos en la conciencia y en la, lengua, dejándolas marcadas para siempre. No en vano una, tarea noble como la investigación se torció aquí irremediablemente bajo el signo policial de la inquisición. El naciente espíritu crítico se vio denigrado con el sambenito de heresiarca, y para mayor abundamiento, traidor y antipatriota. La argumentación racional se trocó en un arte de guerra al servicio de la disputa, y hasta la curiosidad y el ensayo se volvieron malsanos y peligrosos. Lo demás ya se conoce por experiencia directa: la mala conciencia y el lenguaje equívoco, el recelo y la insociabilidad se hicieron endémicos en un país obsesionado por la limpieza de sangre. Y ahora resulta que en la época de la modernización y el cambio, cuando ya nos creíamos liberados de estos viejos demonios, nos vuelven travestidos en la política y la cultura con un nuevo ceño secular.

Apenas si hay partido que se haya visto libre de su virulencia: la escisión cantada del PNV, que se debió evitar con más sentido de la responsabilidad y la ejemplaridad políticas; la reciente crisis de AP, cerrada, o mejor enconada, con un golpe de mano autoritario, semejante a aquellos desplantes con que el general solía despedir a sus ministros, vía comunicación motorizada -aunque, en este caso, parece que no dio para tanto-; el ostracismo de los puritanos del PDP, por desaprobar la fuga nocturna de su líder de las alianzas proclamadas. Ya más lejos, la presión que se ejer ció sobre Izquierda Socialista, tras el referéndum OTAN, y que no degeneró en crisis por el buen tacto de unos pocos y la resistencia moral de los que se negaron a abandonar sus pues tos sin dar antes sus razones; y hace muy poco, en el bochorno del verano, la tachadura con que fue recibida la propuesta económica liberalizadora de Boyer, mediante el viejo expe diente de desacreditarla a cuen ta del resentimiento y la frustración (?) de su autor. Es justo reconocer que el PSOE se ha mostrado, con todo, más com pacto. En parte, por la respon sabilidad de gobierno; y en otra buena parte, porque se ha vuelto casi exclusivamente un partido de cuadros, pendiente del reparto del poder, lo que conlleva una mayor fidelidad/apego al aparato, que es, en definitiva, el que lo tiene y distribuye. ¿Qué vendrá ahora? ¿Se darán por satisfechos los nuevos celotes? ¿O aprovecharán la ocasión para extender los efectos de remedio tan saludable? El furor de la identidad, fomentado antaño por la pasión monoteísta. frente a los dioses apócrifos, se ha instalado hogaño en la burocracia de los partidos, en los comités de conflictos, en los clubes de notables, dispuestos a dar guerra al disidente. Roma no podía sospechar que andando el tiempo fuera a tener tantos émulos; a buen seguro que, de haberlo imaginado, hubiera sido más celosa en guardar la receta. Primero, se asedia al discrepante con presiones de todo tipo; si éstas no dan resultado, se lo denuncia ante la opinión pública de no se sabe bien qué tortuosas intenciones; si se obstina, como antaño solía decirse, se lo suspende de militaricia, y, si aún resiste, se lo aparta de la comunión de los fieles, arrojándolo a las tinieblas exteriores. No hay, pues, que extrafiarse si cismas y dogmatismos invaden el país como una epidemia.

Pero, como ocurre en un revival, todo vuelve empequefiecido. Ya no hay que instruir autos de fe ni forzar declaraciones dogmáticas. Propiamente hablando, no hay heterodoxos, sino disidentes, porque la desafección es a la autoridad, no a"la' doctrina, o, Más crasamente, a la institución, que es el nueve eufemismo para hablar del poder. De ahí que no se requiera. de pesquisas y averiguaciones, porque la materia es pública y notoria. Basta con dejar obrar al aparato, que ya se encarga de introducir una apariencia de racionalidad en el proceso. Como se puede constatar fácilmente, el refuerzo del principio de autoridad es paralelo a la pérdida de identidad ideológica; es decir, mientras más atípicamente se comporta el apara,llo en su ideología y objetivos, más necesita de una demostración de: fuerza, que impresione: a los vacilantes y amedrente a los inquietos; más se refuerza la autoridad con medios irn portentess y se maquilla a los líderes para. que no se les congele la sonrisa. Entrar en un partido político está pareciéndose a una profesión solemne, votos ineluidos, a juzgar por la rigidez con que se administra la obediencia. Y no es que yo ponga en entredicho el valor de la disciplina en una organización cuya razón de ser es el combate político, pero toda disciplina es un compromiso racional con un régimen objetivo de normas, que: no tierte otra legitimidad moral que la que recibe de la COMUnicación democrática.

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¿Por qué vuelve el anatema? La referencia a la secularización no era una salida irónica. No solemos reparar cm que la sociedad moderna está edificada sobre viejos hábitos desteñidos. Pero lo reprimido, o simplemente ignorado, acaba volviendo en tono de venganza. Y parece que vuelve más ofensivo que nunca. Los síntomas son bien elocuentes: se comienza peraltando la política, como la

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Pedro Cerezo es catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad de Granada.

La vueIta del anatema

Viene de la página 11actividad trascendente de administrar la salud cívica; su labor se convierte en empresa, y si es preciso, en cruzada, como ha ocurrido en el caso de la lucha antidroga; o bien, en sentido contrario, desde la instancia del antipoder, se sacraliza la violencia terrorista como el furor heroico de los puros, a los que nadie comprende; se consagran como verdades los tópicos más gruesos; se adora al líder carismático y se acaba divinizando al Estado como guardián de la verdad y la dicha de los pueblos. Quizá la posmodernidad, si alguna vez llega, no sea otra cosa que una invitación a emprender las tareas cotidianas con un tono burlón y festivo. Entonces se vería que la política tiene el alma pequeña y no merecía una consagración con tantos ritos y ceremonias.

Pero no todo hay que cargarlo en la cuenta de la secularización. La dictadura también ha dejado sus secuelas entre bastidores. Su nombre es miedo a la libertad. Hablando sin ambages, la verdad es que no se cree en el debate político, porque se teme no poder controlarlo a tiempo y encauzarlo en la dirección apetecible. Me refiero, claro está, a la discusión espontánea y libre, en la base, sin papeles pautados ni consignas. Lo patológico de este miedo a la verdad, o al error, que tanto vale para el caso, se deja ver cuando entran en juego los inquisidores. Entonces ya no es el error lo que se persigue, ni la opinión osada, sino el simple derecho a pensar. Es la conciencia misma la que se vuelve sospechosa. Cuando la identidad se mantiene con medios tan violentos y extorsionantes, la política no es más que funcionalismo burocrático y culto a la eficacia. La razón política se pervierte en mera razón instrumental que no sabe bien a qué causa sirve, porque se ha negado con el debate la posibilidad del reconocimiento de sus fines y la vigilancia de sus actuaciones. El peligro de jugar al anatema es un pensamiento por consignas, movilizando desde las instancias de poder y sin otra mira que su reproducción. Todo lo cual no es más que militarización del pensamiento, por mucho que se esfuercen en ocultarlo los panegiristas de la disciplina. Congruente con el imperio de la consigna es, por lo demás, el mimetismo en la acción: hacer lo que el otro hace y hacerlo como lo hace, el gran otro, el líder, en cuya identificación simpatética encuentra el grupo su mejor yo. Así nació, como advirtió Freud, el sentimiento gregario.

Con todo, lo más grave de esta historia es el efecto de inhibición cívica que produce. ¿Cómo puede sentirse el ciudadano interesado en la política, cuando se le ofrece un espectáculo tan sórdido de intereses e intransigencias? Porque el pueblo -que nadie se engañe- sabe de qué va el juego y puede identificar los hilos de la trama. ¿Se ha pensado en la grave invertebración política de este país con partidos minoritarios y sin crédito, y con una ausencia social de los hábitos cívicos de cooperación y asociación? ¿No es de temer que la creciente indiferencia haga más rutinaria y vulnerable la democracia, agotando en poco tiempo sus potencialidades para la transformación del país? Si cunde el desarme moral, bastará un paso de rosca, en un momento de crisis, para que algún líder carismático caiga en la tentación de la salvación nacional; y hasta habrá ingenuos que se lo crean y pícaros que le sigan el juego para ver en qué para la cosa. ¡Pero quizá sea entonces demasiado tarde!

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