Tribuna:

C. J. C.

Hace tiempo que me apetece dedicarle una columna a Cela, y hoy, que no existe ninguna razón para ello, es el viernes más apropiado. Lo normal es acordarse de C. J. C. cuando cumple años redondos, el Pascual Duarte bate su récord de traducciones con una versión hebrea o servocroata, las universidades extranjeras lo disfrazan de tiros largos, arma un cirio con sus declaraciones periodísticas, y sobre todo con motivo de esa célebre tradición literaria que ocurre por primavera: cuando no le dan otra vez el Premio Cervantes. Pero miento; hay una razón. Arruiné el verano leyendo esas nuevas p...

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Hace tiempo que me apetece dedicarle una columna a Cela, y hoy, que no existe ninguna razón para ello, es el viernes más apropiado. Lo normal es acordarse de C. J. C. cuando cumple años redondos, el Pascual Duarte bate su récord de traducciones con una versión hebrea o servocroata, las universidades extranjeras lo disfrazan de tiros largos, arma un cirio con sus declaraciones periodísticas, y sobre todo con motivo de esa célebre tradición literaria que ocurre por primavera: cuando no le dan otra vez el Premio Cervantes. Pero miento; hay una razón. Arruiné el verano leyendo esas nuevas prosas españolas, y entonces surgieron las odiosas comparaciones.No se puede matar al padre con escopeta de perdigón, navaja dominguera o veneno decimonónico. Los parricidios literarios exigen instrumentos prosadores más complejos y perversos. Cuando Cela decidió asesinar a los santos padres de la generación del 98 utilizó el crimen gratuito nietzcheano de Pascualillo. El día que se hartó de la paternal dictadura del socialrealismo de guardia lo implosionó con el vanguardismo fragmentador de Oficio de tinieblas. Y Mrs. Caldwell habla con su hijo no sólo inaugura en nuestras letras un punto de vista (punto de sonido, mejor dicho), sino que fue un atentado contra la tiranía incestuosa de aquel estilo indirecto libre de los abuelos. Me acuerdo hoy de Cela, al cabo de mi veraniega excursión por la escritura de esos cuarentones hijos; de Pascual Duarte, porque he visto que el padre muy innombrado goza de excelente salud literaria. Si C. J. C. evitó siempre las moralejas y las moralinas, resulta que esas dos lacras vampirizan las narraciones actuales. Si huyó como gallego escaldado de los procedimientos narrativos decimonónicos -por el lirismo, la superrealidad nihilista, la experimentación, el disparate o el humor fantástico, la cera que ahora arde es de sacristía del XIX, nostálgica y patética por más detalle. Y una cosa es que se haya acabado la vanguardia y otra muy distinta trabajar la frase, la metáfora y la palabra como antes de los sarampiones experimentales, algo que nunca olvida este setentón de escritura múltiple.

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