Tribuna:

Motocicleta

Compró la moto con la que se había matado su mejor amigo. Era una máquina perfecta, bellísima, japonesa. Después del accidente, un padre afligido la puso en venta a bajo precio, pero él no pretendía lucrarse con aquella desgracia. Sólo la compró por amor. Habían sido compañeros del colegio. Habían experimentado juntos el primer sexo en la adolescencia. Habían descubierto el mundo durante largas horas de música. Habían mascado la misma marca de chicle, devorado la misma hamburguesa, imitado al mismo Bogart, bebido el mismo matarratas, amado al mismo héroe del rock, escupido el mismo tedi...

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Compró la moto con la que se había matado su mejor amigo. Era una máquina perfecta, bellísima, japonesa. Después del accidente, un padre afligido la puso en venta a bajo precio, pero él no pretendía lucrarse con aquella desgracia. Sólo la compró por amor. Habían sido compañeros del colegio. Habían experimentado juntos el primer sexo en la adolescencia. Habían descubierto el mundo durante largas horas de música. Habían mascado la misma marca de chicle, devorado la misma hamburguesa, imitado al mismo Bogart, bebido el mismo matarratas, amado al mismo héroe del rock, escupido el mismo tedio, lucido la misma muñequera de púas. Eran colegas. Al final también estaban unidos por la misma velocidad. El papá le había regalado una moto a su amigo y ellos iban siempre a 200 por hora a ninguna parte, con los genitales pegados al mismo sillín y ninguno distinguía entre el vértigo y el deseo, el amor al propio cuerpo o a la máquina, hasta que ésta decidió separarlos. Un día saltaron por los aires. Su amigo se fue directamente al infierno y él se salvó de milagro. Pero no estaba dispuesto a consentirlo.¿Por qué la moto que había matado a su mejor amigo se vendía ahora tirada de precio? Se sentía humillado. Aun así, él tampoco tenía dinero para comprarla. Se pasaba tardes enteras contemplándola en aquel escaparate y una ráfaga de admiración le atravesaba el cerebro. Era perfecta, bellísima, japonesa. Mientras aquella moto permaneciera parada su alma estaría muerta. Iba por las calles de la ciudad con las manos en los bolsillos y sólo pensaba en la forma de rendir un homenaje a su amigo. La soledad le obligó a reventar una mañana. Cogió una navaja y con ella señaló la garganta de, un joyero. Vendió al peso un puñado de oro y de esmeraldas a un perista y una hora después entró en la tienda con los billetes precisos. Compró la moto. La acarició como a una amante. La puso a 200 por hora y cuando alcanzó el límite del deseo descubrió en el espejo de la frente el rostro del colega muerto que le sonreía. De pronto se hizo la oscuridad de la venganza. Esta vez la moto tampoco se había salvado.

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