Tribuna:

Mudanza

Ténganlo por seguro: lo difícil no es cambiar de ideas o incluso de carácter, mudanzas ambas bastante comunes y que se realizan más o menos espontáneamente, por sí solas. Lo verdaderamente difícil es cambiarse de casa. Ésa sí que es una proeza digna de Hércules. Y no solamente en el sentido más comúnmente hercúleo de la frase, esto es, de esfuerzo físico, de desmigarte los riñones intentando mover sofás admirablemente inamovibles, sino, sobre todo, en la visita del héroe a los infiernos, en ese apurar el cáliz psicológico y moral de lo que es uno. Porque no hay prueba mayor de lo efímero y ban...

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Ténganlo por seguro: lo difícil no es cambiar de ideas o incluso de carácter, mudanzas ambas bastante comunes y que se realizan más o menos espontáneamente, por sí solas. Lo verdaderamente difícil es cambiarse de casa. Ésa sí que es una proeza digna de Hércules. Y no solamente en el sentido más comúnmente hercúleo de la frase, esto es, de esfuerzo físico, de desmigarte los riñones intentando mover sofás admirablemente inamovibles, sino, sobre todo, en la visita del héroe a los infiernos, en ese apurar el cáliz psicológico y moral de lo que es uno. Porque no hay prueba mayor de lo efímero y banal de nuestras vidas que el trago cruel de una mudanza.Todo sucede en un instante, con la celeridad de las auténticas catástrofes. Con la primera luz del día llegan los profesionales del asunto, los ejecutores del apocalipsis mobiliar, y en un santiamén convierten tu casa en una nada. Ese piso en el que has vivido largos años; ese hogar que te parecía tan sólido y al que juzgabas capaz de cobijarte frente a los huracanes exteriores, se revela ahora frágil y ruinoso: cuatro paredes de yeso sucio y desconchado, un puñado de escarpias solitarias, mucha roña. Mastodónticos armarios de aspecto compacto e imponente son desarmados en un plis-plas y reducidos a una fruslería de tablillas, y lo que tú creías adornos refinados son ahora detritus amontonados en un cesto. Pocas situaciones hay en este mundo tan edificantes como un traslado: ahí están los muebles impregnados por el sudor de tus años, y los antiguos papeles desenterrados de un cajón y que dan fe de aquello que antaño fuiste y olvidaste; ahí está esa esquina de la cama contra la que siempre te machacabas la espinilla, ese filo que tanto has maldecido y al que ahora casi añoras, tras perdonarlo con la generosidad con que se perdonan los propios defectos. Ahí está, en fin, un pedazo cabal de tu existencia. Y todo ello, absolutamente todo, cabe en el prosaico y polvoriento vientre de un camión. En tan duro trance, con la vanagloria por los suelos y el orgullo pisoteado en la moqueta, no te queda más remedio que admitir que la vida es sólo una apariencia.

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