Tribuna:

La noche

El temido violador de Córdoba ha resultado ser -un hombre de 26 años, casado, querido, reconocido. Y encima, pastelero. Pastelero profesional, y no ya de un establecimiento indistinto donde venden suizos, cruasanes y bollycaos para salir del paso, sino empleado de una confitería céntrica y reputada. Entiendo que en las primeras reacciones de este caso abunde, ante todo, la noticia penal y la justiciera reprobación del crimen. También el hermoso sofoco que suele acompañar a una ciudad cuando un buen empleado de comercio acaba revelándose como un pervertido. No parece, sin embargo, que la vida m...

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El temido violador de Córdoba ha resultado ser -un hombre de 26 años, casado, querido, reconocido. Y encima, pastelero. Pastelero profesional, y no ya de un establecimiento indistinto donde venden suizos, cruasanes y bollycaos para salir del paso, sino empleado de una confitería céntrica y reputada. Entiendo que en las primeras reacciones de este caso abunde, ante todo, la noticia penal y la justiciera reprobación del crimen. También el hermoso sofoco que suele acompañar a una ciudad cuando un buen empleado de comercio acaba revelándose como un pervertido. No parece, sin embargo, que la vida mereciera la pena sin disponer de estos magníficos secretos. En la encalmada cotidianidad de cada villorrio siempre se hospeda la esperanza de un escándalo universal. En la ordenada normalidad de todo individuo siempre anida un vivisimo personaje capaz de violar o degollar. Sin esa opción de quemar a la esposa en un desvarío más puro que la razón, no existirían amores de por vida. Y sin el firme convencimiento de que en la debida ocasión se llegará a saber quiénes en verdad somos, ningún ser soportaría la diaria realidad de su vida.Al violador de Córdoba se le ha descubierto su otra verdad antes de los 30 años. Puede decirse que la investigación policial le ha arrebatado la mismísima existencia. Poco importa, los años que deba penar por su delito. Su ruina no le va a sobrevenir por haber perdido el empleo de pastelero. A fin de cuentas, hacer dulces sólo era el disfraz para hacer cochinadas. Justamente lo que la más profunda voz le solicita al alma humana. Realmente, cuando alguien se lamenta de que la vida, en general, es una porquería, no hace sino lamentar los problemas que, en particular, impiden hacer porquerías. En el secreto, en el silencio, al abrigo del disfraz reside siempre un asesino. Un asesino al que se le niega el acto y la voz. Pero un tipo más amoroso que la bondad, más vehemente que, la voluntad y más cierto que la apariencia con que se libra de ser abominado. Francamente: el vicio, la abyección, el crimen, al amparo de la noche o el pensamiento, son la única y segura aventura de esta vida.

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