Tribuna:

Casta, mundillo, biografía

Expresaba en un artículo (que escribí movido por el 40º aniversario de la modesta irrupción en la escena española del grupo Arte Nuevo) cierta extrañeza ante mi dudosa presencia en el mundo del teatro, y me refería particularmente a cómo vivimos la relación con el teatro cuando todavía éramos absolutamente extraños a su mundo. Tengo que hablar de Alfonso Paso, que años después sería un autor muy popular, para decir algo de aquel tiempo, puesto que empezamos juntos nuestras primeras tentativas. Desde luego que la relación familiar de Alfonso Paso con el mundillo del teatro no resolvía el proble...

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Expresaba en un artículo (que escribí movido por el 40º aniversario de la modesta irrupción en la escena española del grupo Arte Nuevo) cierta extrañeza ante mi dudosa presencia en el mundo del teatro, y me refería particularmente a cómo vivimos la relación con el teatro cuando todavía éramos absolutamente extraños a su mundo. Tengo que hablar de Alfonso Paso, que años después sería un autor muy popular, para decir algo de aquel tiempo, puesto que empezamos juntos nuestras primeras tentativas. Desde luego que la relación familiar de Alfonso Paso con el mundillo del teatro no resolvía el problema de mi extrañeza. También entre el Alfonso Paso de entonces y su padre había una enorme distancia.Es así en general cuando se trata del teatro y de la literatura, pues en estas prácticas, casos como los de los Moratín o los Dumas son atípicos. En la familia de Alfonso Paso -que con los años habría de degradarse en un mezquino ganapán y, curiosamente, en un fascista- ya se había dado una situación de continuidad familiar, pues hay en la historia del teatro cómico español dos autores, Antonio Paso (padre) y Antonio Paso (hijo), entre los que se da una situación de continuidad. En el caso de Alfonso Paso, y es seguro que sus amigos influimos bastante en ello, se trataba de hacer un teatro experimental, de vanguardia, y ello nos situaba a todos a una distancia enorme del mundillo teatral. En aquellos años todavía vivía y estrenaba sus últimas obras Jacinto Benavente. Jacinto Benavente, por entonces, era el teatro. Los más viejos de la localidad no recordaban una situación en la que el teatro de Benavente no existiera, y tampoco parecía que fuera a morirse ni, desde luego, a dejar de escribir mientras viviera. Desde nuestra pre-existencia como autores, Benavente presentaba los perfiles de una institución que, sin duda alguna, habría de sobrevivir a su muerte física. Por lo demás, el teatro era también el mundo de quienes lo llamaba don Jacinto y hasta padrecito y cosas así. ¿Qué podía uno pintar o llegar a pintar en un mundo semejante? Como otra nota del conjunto estaba el hecho de que los habitantes de ese mundo, y al parecer sus legítimos propietarios, eran gente de alguna edad, gente de la que uno no podía ni imaginar que algún tiempo atrás fuera joven -algo así como nosotros-, lo cual invitaba a la tontería de reducir el problema a una batalla generacional. Pues bien, la verdad era que, muy poco tiempo antes -menos de 60 años-, cierto médico madrileño tenía un hijo que había dado en la extraña idea de escribir obras para el teatro, y que el teatro, por entonces, era José Echegaray en lo que a literatura dramática se refiere.

Tener tablas, estar toda la vida en esto, llegar a hablar como propia la jerga del oficio -le aplaudieron el mutis, me metí en un jardín, es un escenario sin hombros, bájate a la corbata, ¿tiene chácena ese escenario?-, hace, en el teatro, lo que corresponde al lobo de mar en las artes marítimas: de esa manera se llega a formar parte del milieu, y ello en un proceso que en cualquier caso se produce en la modesta cronología de nuestras vidas personales. Yo recuerdo ahora a un autor que fue mi amigo, Enrique Jardiel Poncela; veía en él algo así como una eternidad de vida teatral, de experiencias y de conocimientos; y luego más de una vez he pensado que sólo tenía 51 años cuando murió. ¡En qué poquísimo tiempo hizo todo lo que hizo! Incluso las gentes más longevas han hecho todo lo que han hecho, y por lo que se las conoce como un gran filósofo, un maestro literario, un genio de la pintura, un gran hombre de ciencia, en poquísimo tiempo.

¿Anda uno, pues, un tanto melancólico? ¿En esto se va a quedar lo que se pretendía una reflexión a propósito de que han pasado 40 años desde nuestra primera aparición en un escenario de Madrid? Mucho me lo temo, pues parece que lo dicho apunta a lo que Chesterton hubiera definido como un descubrimiento de lo obvio: la fugacidad de la vida. ¡Cómo se pasa la vida! ¡Cómo se viene la muerte! ¡Tan callando! Problemas de índole psicológica, como la vivencia del tiempo y sus desajustes con el reloj y el calendario -"parece que han pasado siglos"... "parece que fue ayer"-, ¿será lo más que podrá hallarse detrás de las anteriores palabras, que empezaron con un aire autoconmemorativo?

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No es por cubrirme con una sombra ilustre, pero a estas alturas, cuando ya quienes ahora empiezan pueden verme como instalado -mejor o peor, pero ahí- en el pequeño mundo del teatro y de las letras, siento que apenas he hecho algunas tentativas. ¡Todo está por hacer! "Pero se conoce", escribió Kant en una nota a su ensayo sobre el Comienzo presunto de la historia humana (1786), "que la naturaleza ha resuelto esto de la duración de la vida del hombre desde un punto de vista distinto al de la promoción de las ciencias". (Pongamos nosotros: y de las ar-

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tes.) "Porque", continúa Kant, en el momento en que la mente más afortunada se halla a punto de hacer los mayores descubrimientos que su ingenio y experiencia le permiten esperar se presenta la vejez...". Entre unas cosas y otras, va a resultar que en estos trabajos empieza por ser demasiado pronto y acaba por ser demasiado tarde, de manera que la franja del esplendor productivo y social tiende a reducirse en la medida en que las obras salen -cuando salen- a un mercado -y con las consiguientes determinaciones para la mejor y más pronta venta de la producción. Este mercado pide obras de autores conocidos -¿pero cómo demonios llegar a serlo?- y al mismo tiempo demanda las novedades que no se esperan (pues aquí sí que funciona la teoría de las generaciones) de los más viejos escritores.

No sé cómo nos dimos cuenta de que la situación, para unos muchachos que no pasaban de los 20 años, exigía abandonar la figura de llamar a los camarines de los primeros actores o a los despachos de los empresarios con una comedia debajo del brazo y solicitando su lectura. Esto sí fue lo genial del grupo Arte Nuevo: se trataba de levantar nuestro propio campamento al lado de los cuarteles del sistema. Abrir nuestra propia puerta, en lugar de llamar a las existentes. Esto se hizo después como medio normar de empezar una vida en el teatro: los teatros de cámara y después el movimiento de los teatros independientes tienen, en Madrid, este abuelo, de cuyo nacimiento se cumplen ahora esos 40 años que decía.

Acabo de decir que no sé cómo nos dimos cuenta, y eso no es verdad. Nada más escribirlo me ha venido a la memoria la siguiente anécdota de mis comienzos en el teatro, cuyo recuerdo puede ser ahora incluso divertido. Alfonso Paso y yo -que nos conocimos durante la guerra civil- habíamos escrito, supongo que en 1944, un drama bastante curioso que se titulaba Un claro de luna (él había escrito los actos primero y tercero, y yo, el segundo). Su madre, Juana Gil Andrés, una actriz catalana que había trabajado con Rafael Rivelles, nos animó a presentarle la obra con su recomendación. Así lo hicimos, y quizá dos semanas después acudimos al teatro Fontalba, donde Rivelles hacía no sé si El gran galeoto, de Echegaray, con Enrique Borrás. Llamamos, un tanto temblorosos, a la puerta de su cuarto, y una voz nos preguntó desde dentro: "¿Quién es?". Dijimos nuestros nombres y que veníamos de parte de Juana Gil Andrés, por lo de nuestra comedia. La puerta no se abrió en seguida. Hubo una larga pausa. Mi tocayo y yo nos miramos con inquietud; pero al poco ya vimos que se entreabría. Se entreabría, he dicho bien, porque no llegó a abrirse del todo. Por la abertura apareció una mano masculina de corte aristocrático, portadora de nuestro libreto: ¡era la mano de Rivelles! Sin saber qué hacer, optamos por coger el libro. Apenas lo hubimos hecho, la puerta volvió a cerrarse suavemente sin que llegáramos a escuchar palabra alguna. Un tanto aturdidos, salimos a la calle, y quién sabe si entonces empezó a nacer el grupo Arte Nuevo. La comedia era policiaca, y trataba de un lunático que asesinaba señoras las noches de luna llena. Por muy pueril que fuera, podría habernos dicho algo, carape, digo yo. ¡Con razón se hablaba por entonces del calvario del autor novel!

Ahora es seguro que han cambiado cosas. Sin embargo, hay algo con lo que quizá pudiera explicarse, al menos en parte, esa imagen de institución permanente y ajena a mis deseos y solicitaciones, y es que, a pesar de los cambios, alguno tan importante como la supresión de la censura previa, en las oficinas de decisión -ya las públicas, ya las privadas- se siguen oyendo prácticamente las mismas palabras que se escuchaban hace 40 años. Uno pensaría que se trata de las mismas personas, pero no es así. Seguimos, pues, escuchando los mismos tópicos de siempre, fielmente reproducidos por las sucesivas generaciones. ¡Qué institución tan reaccionaria es el teatro español! ¡Cómo encuentra siempre, entre los jóvenes, a los más aptos para reproducirla!

Se aburre uno, en verdad, de oír siempre la misma letra: por ejemplo, que "no hay obras", que los autores vivos "no escriben", y otras vacuidades por el estilo. Y el teatro son ellos. Qué duda cabe. Valle-Inclán lo dijo muy bien, poco tiempo antes de morir: que él no tenía nada que ver con el teatro español. ¡Era verdad!

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