Tribuna:

Razón biográfica

En el uso coloquial, ni mucho menos es lo mismo tener razones que tener razón. Plural y singular, por tanto, abren una honda cisura en la supuesta monarquía universal de la razón. En el lenguaje político, razón de Estado es ausencia de cualquier otra especie de razón, y ésta se halla devorada por el genitivo que la determina. En el lenguaje y uso filosófico, rara vez, si es que alguna vez, comparece la razón a solas, sin la añadidura de adjetivo que la especifique o califique. Razón (o racionalidad, tanto da) analítica y razón dialéctica, razón pura, razón práctica, razón simbólica, razón utóp...

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En el uso coloquial, ni mucho menos es lo mismo tener razones que tener razón. Plural y singular, por tanto, abren una honda cisura en la supuesta monarquía universal de la razón. En el lenguaje político, razón de Estado es ausencia de cualquier otra especie de razón, y ésta se halla devorada por el genitivo que la determina. En el lenguaje y uso filosófico, rara vez, si es que alguna vez, comparece la razón a solas, sin la añadidura de adjetivo que la especifique o califique. Razón (o racionalidad, tanto da) analítica y razón dialéctica, razón pura, razón práctica, razón simbólica, razón utópica, razón política, razón histórica, razón vital: tanta proliferación de apellidos hace sospechar que no está claro qué es eso de razón, y contribuye en poco, además, a ponerlo en claro. Siempre es posible, por supuesto, fijarle algún arquetipo, ya en la mente divina, ya en modelos de inteligencia artificial, ya en cualquier norma directriz. Pero, aun prescindiendo del delicado asunto de su propia legitimación, estas definiciones prescriptivas o normativas de lo que por razón debe entenderse escamotean del todo la cuestión, sin duda más modesta y realista, de cómo es de hecho y cómo se gesta la razón, no las ideas eternas o las inteligencias artificiales, sino la razón humana.La razón se gesta desde la experiencia; es cierto poso ordenado y reglado de lo experimentado, lo vivido. Llegar al uso de razón es haber adquirido algún sedimento y bagaje de experiencias que permiten poner orden en el trato con la realidad. El peso y el poso de lo vivido y racionalmente sedimentado no es el mismo para un infante y para un adulto, para un europeo de este fin de siglo y para el hombre del neolítico o el de una tribu amazónica. La razón tiene una biografía y una historia, una ontogénesis y una filogénesis. Una teoría de la razón ha de contener, por eso, como una de sus secciones esenciales, una epistemología filo y ontogenética. Piaget lo ha visto bien y ha demostrado de manera contundente que incluso las proposiciones de las ciencias formales, de la lógica y de la matemática, presuntamente verdaderas a priori y aparentemente independientes de la observación empírica, se engendran en el niño como resultado no de experiencias concretas, pero sí de esquemas generales de coordinación en las operaciones de las que el sujeto es capaz y que ha experimentado, puesto. a prueba y validado empíricamente en repetidas ocasiones.

Considerada la génesis de la razón en la experiencia y la distinta generalidad y modos de las humanas experiencias, se entienden algo mejor, si no todos, sí algunos de los modos de racionalidad más frecuentados en los análisis al uso. Por de pronto, hay modos de experiencia, de percepción y trato de la realidad tan generalizados, tan naturalmente inscritos en los aparatos sensoriales y motores del organismo humano que de ellos se siguen verdades necesarias de razón, como lo de dos y dos son cuatro o la afirmación del todo como mayor que cualquiera de sus partes. La esencial temporalidad de los estados de conciencia, las coordinaciones sensomotrices, la constancia perceptiva de objeto y otros fenómenos característicos en este mamífero altamente especializado en desarrollo neuronal que es el hombre definen asimismo experiencias absolutamente generalizadas, necesarias, ligadas a la especie humana como tal, transculturales y transhistóricas, que cristalizan en una racionalidad típicamente distintiva del hombre como atributo suyo universal.

Otras muchas experiencias humanas, uncidas a una sociedad, a una cultura, destilan racionalidad no ya universal, sino acotada por los límites del mundo vivencial en que aparecen. La experiencia del lenguaje o, mejor, la experiencia de la realidad en cuanto mediada por una lengua concreta es, sin duda, raíz principalísima de esta modalidad de razón no universal, particular y, sin embargo, real y funcional. Una buena porción -bastante difícil de fijar, por otra parte- de lo que en una sociedad circula y se valora como racional seguramente no es otra cosa que reflejo de la gramática. El lenguaje, por lo demás, nunca es tan sólo lenguaje, y aquí nos vale como cifra y compendio de las particularidades socioculturales de la experiencia matriz de la razón. El pensamiento mítico es así, en determinados pueblos, racional, aunque, por no responder ni a experiencias humanas universales ni a experiencias significativas dentro de nuestra cultura, nosotros lo tachemos de irracional.

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La cultura occidental ha contribuido históricamente a dos formaciones de racionalidad muy peculiares, poco importantes en otras sociedades. Una de ellas es la racionalidad científica.

Ésta se refiere a experiencias no necesarias y no efectivamente o de hecho universales, pero sí de derecho, potencial o virtualmente universales. La razón científica es la codificación de las condiciones de la experiencia universalmente reproducible o replicable, y en particular de esa variedad de experiencia controlada que es la experimentación. No todos los hombres han hecho tal experiencia, la que subyace al ejercicio de la racionalidad de ciencia, y ningún hombre es capaz de realizar por sí mismo las experiencias y las experimentaciones todas que la sustentan, pero esto representa sólo una limitación de hecho, no de principio. Cualquier hombre, en principió, puede llegar a replicar y verificar por sí aquellas experiencias que constituyen el mantillo donde arraiga y crece la razón científica, que en eso se diferencia de la mística y, en general, del ámbito de las vivencias no universalmente reproducibles.

La enorme variedad y diversificación de las experiencias posibles en una sociedad compleja y desarrollada como la occidental contemporánea hace posible también, por otro lado, un peculiar modo de racionalidad, nada universal, desde luego, y ni siquiera de amplitud estrictamente cultural, sino más bien subcultural, racionalidad asentada en islotes o subcontinentes de experiencias más o menos probables y difundidas, pero no del todo generalizadas en esta sociedad, y que generan su propia racionalidad, que, desde luego, no coincide con ninguna de las otras variedades de razón hasta aquí identificadas. En ella, la experiencia no ha sido siempre ni provocada ni controlada; ni es tampoco fácilmente re producible por otros, acaso ni por uno mismo. Es el polo opuesto de la experimentación y, sin embargo, experiencia real: a menudo imprevista, sorprendente, a veces irrepetible, y también de ella se destila razón.

Es la racionalidad que subyace a la afirmación del sentido o del absurdo de la vida la que separa a creyentes de agnósticos, la que genera la adopción de muy diversas y discrepantes fidelidades respecto a valores y a proyectos. Seguramente hay ideología en todo ello. Pero hay también un cierto empirismo: el del místico que dice haber experimentado a Dios o el del combatiente que en su última carta testimonia la certidumbre empírica de que Dios no estaba en la batalla de Stalingrado. Echando encima el manto ideológico, más bien cubrimos que analizamos estos testimonios, y nos impedirnos ver que ciertas afirmaciones o negaciones, creencias o increencias son a menudo el razonable poso de muy reales experiencias. Por difícil que resulte identificar, fijar cuáles son, cuáles pueden haber sido tales experiencias, no es arbitraria la conjetura de que modos diferentes de experimentar o vivir la realidad han colocado a los hombres de un lado o de otro de las varias fronteras que en una sociedad pluralista deslindan creencias, actitudes y lealtades personales de dispar orientación.

A la razón resultante de ese conjunto de experiencias, no generales ni generalizables en una cultura, no compartidas por todos los componentes de la sociedad, podemos llamarla razón biográfica, vinculada a la ontogénesis de la persona, aunque no a su individualidad, como tal. Una racionalidad estrictamente individual, una razón idiográfica, peculiar de uno solo, en cuanto único, sería una contradicción intrínseca, una razón idiota. La racionalidad constituye ordenación de experiencias y, si de ella no forma parte el ordenar la experiencia de la comunicación social, entra en contradicción consigo misma. La razón no compartida y no compatible es, sencillamente, sinrazón.

La razón biográfica, por otro lado, no se confunde con la sabiduría de la vida. A diferencia de ésta, no es un conjunto de saberes, no constituye conocimiento sustantivo. En general, no pertenece al orden del contenido, sino de la forma. Como toda racionalidad, es un instrumento de conocimiento, una programación cognitiva, un dispositivo estructurado de esquemas generados en la experiencia, capaces de asimilar información y contenidos y de modificarse con ellos, pero como principio ordenador suyo y esquema regulador no confundido con la sustancia que regula.

Puesto que las experiencias básicas de la vida están bastante redondeadas, aunque no ultima das, hacia el final de la adolescencia, se, entiende bien. que en ese momento se estabilicen lo estilos de vida, los valores, lo compromisos de las personas y con ellos, la programación cognitiva de una razón biográfica. Más allá de la tardía adolescencia no suelen darse ya conversiones ni tampoco apostasías. Sólo la irrupción de experiencias muy divergentes respecto a las del pasado, a la vez que muy hondas en extremo prolongadas, parece capaz de inducir cambios biográficamente razonables y racionales de una creencia cualquiera la correspondiente increencia, viceversa, cruzando alguna de las líneas de fractura interior de nuestro pluralista mosaico cultural. No en la mera acumulación de los años, pero sí en la experiencia progresiva de la vida, en el sedimento que ésta va dejando, se dibuja con creciente nitidez, aunque a menudo con borraduras, rectificaciones y gara bateos tentativos, un perfil de razón biográfica -y no sólo de ideología personal- que es deudora de las experiencias propias sabedora de su particularidad, y por eso no presume ser generalizable y no pretende imponerse a otros. Haber vivido, haber experimentado, haber pasado, a veces haber superado y dejado atrás: todo esto representa también una manera, aunque no es única ni la más excelsa, de tener razón, de tenerla no contra otros, sino consigo mismo y a veces -¡ay!- contra uno mismo contra aquel que uno fue y no es ya más.

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