Tribuna:

Ciencia

Las ciencias duras solían ser un reducto de especialistas. Sus gordísimos muros conceptuales, su lenguaje impenetrable para quien no tuviera sus claves, hacía desistir al público de gozar con sus secretos. Más bien, si la ciencia poseía sus enigmas, ya llegaría el día de contemplarlos en alguna calamidad cósmica o en una novedad para la cocina. Hasta entonces ¿para qué esforzarse en un conocimiento de todos modos demasiado arduo?Tampoco la ciencia, además de estos inconvenientes, se tenía como indispensable para pensar sobre el mundo. Esta misión estaba a cargo de humanistas que hacían un bord...

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Las ciencias duras solían ser un reducto de especialistas. Sus gordísimos muros conceptuales, su lenguaje impenetrable para quien no tuviera sus claves, hacía desistir al público de gozar con sus secretos. Más bien, si la ciencia poseía sus enigmas, ya llegaría el día de contemplarlos en alguna calamidad cósmica o en una novedad para la cocina. Hasta entonces ¿para qué esforzarse en un conocimiento de todos modos demasiado arduo?Tampoco la ciencia, además de estos inconvenientes, se tenía como indispensable para pensar sobre el mundo. Esta misión estaba a cargo de humanistas que hacían un bordado discursivo que, si bien primoroso, se basaba tan solo en el lenguaje. La obra del filósofo siempre ha sido más familiar por esta buena razón. No hay necesidad de aprender idiolectos y se puede practicar de manera aficionada sin un acelerador de partículas u otros carísimos aparatos.

Por otra parte, si era verosímil que la ciencia creara a la vez un nuevo pensamiento es cierto que se ha tratado de de un pensamiento, mudo. Y, en muchos casos, un pensamiento que al fin ha coincidido con el de un verso.

El asunto cambia, sin embargo, con la crisis ideológica. Nunca han existido más libros y revistas de divulgación científica, ni se multiplicaron tanto los científicos entrevistados. Invitados a los media, presentes en concurridas mesas redondas, se les solicita su saber como a expedicionarios que hubieran penetrado en los reales escondrijos de la verdad mientras la sociedad se enredaba en disputas sobré el estado de las autonomías.

He aquí pues la ciencia bajo los focos. En Figueres, este fin de semana, se reunieron expertos como el matemático René Thom y el premio Nobel de química, Ilya Prigogine. ¿Traían en sus manos aseadas la verdad única de la ciencia? Había que verlos allí en una discusión sobre la prevalencia del determinismo o el azar en la naturaleza. Si el cosmos se está enfriando, eso no incluye desde luego a los científicos. Tal como se desprendía de ese choque verbal, si existe una verdad absoluta esa es la precaria verdad de la ideología. Fogosa, enamorada. Y no hay más cera que ésta que arde.

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