Editorial:

La sangre del gol

LA FEDERACIóN Internacional de Asociaciones de Fútbol (FIFA) ratificó y endureció las decisiones previamente adoptadas por la UEFA (el organismo representativo del fútbol europeo) tras los sangrientos incidentes Protagonizados por los seguidores del Liverpool en la final de la Copa de Europa. A los equipos ingleses se les prohíbe en adelante no sólo participar en las competiciones europeas, sino también jugar partidos amistosos en cualquier rincón del mundo, incluidos los estadios de Gales, Escocia e Irlanda del Norte. El plazo de la sanción es indefinido. Este castigo ha recaído, así pues, so...

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LA FEDERACIóN Internacional de Asociaciones de Fútbol (FIFA) ratificó y endureció las decisiones previamente adoptadas por la UEFA (el organismo representativo del fútbol europeo) tras los sangrientos incidentes Protagonizados por los seguidores del Liverpool en la final de la Copa de Europa. A los equipos ingleses se les prohíbe en adelante no sólo participar en las competiciones europeas, sino también jugar partidos amistosos en cualquier rincón del mundo, incluidos los estadios de Gales, Escocia e Irlanda del Norte. El plazo de la sanción es indefinido. Este castigo ha recaído, así pues, sobre los que mueven el balón, pese a que los directivos, jugadores o entrenadores del fútbol profesional no tengan responsabilidad directa por los sucesos de Heysel, donde fallecieron 38 personas.La retirada de los clubes ingleses del fútbol mundial era la única salida lógica para imponer disciplina, y también la única decisión adecuada para que el Gobierno de Margaret Thatcher pueda paliar el sentimiento de ver güenza nacional tras la barbarie de Bruselas. Como comentaron los dirigentes del fútbol inglés, "la medida nos permite poner orden en casa". Conviene subrayar, en cualquier caso, que esa salvaje violencia se produce en el Reino Unido fuera, y no dentro, del terreno de juego. Lejanos ya los malos modos del célebre miope Nobby Stiles en el Mundial de 1966, el fútbol británico en general -ya no sólo el inglés, sino también el escocés, el galés o el irlandés- es ahora de una deportividad casi exquisita dentro del césped, sobre todo si se Ie compara con los vergonzosos espectáculos que suelen ofrecer los jugadores de algunos clubes de la Europa meridional o de Latinoamérica. Quienes siguieron por televisión el desarrollo de la trágica final de la Copa de Europa jugada en Bruselas fueron testigos, por ejemplo, de que los jugadores del Liverpool aceptaron con deportividad las gruesas equivocaciones del árbitro suizo a favor del Juventus. Y también es preciso reconocer que las autoridades británicas han sido -hasta ahora- las únicas en preocuparse seriamente por la sangre que lleva consigo el gol. En los campos de Escocia está prohibida la venta de alcohol y, desde el momento en que se adoptó esa medida, los hinchas más violentos del mundo perdieron esa triste condición.

Aunque el Reino Unido haya sido el precursor de la violencia en los campos de fútbol, esa vergonzosa lacra se ha extendido a otros muchos países. Esta misma temporada, el Juventus ha prohibido a dos grupos de sus tifosi apodarse oficialmente Los Fedayin y Los Comandos Blancos y Negros, caracterizados estos últimos por el enarbolamiento de banderas con cruces gamadas, un ejemplo más de la simbología neofascista asociada con esta nueva forma de violencia. En España, los grupos de seguidores que despliegan un agresivo fanatismo en apoyo de sus colores -Ultrasur, en el Real Madrid; Boixos Nois, en el Barcelona; Frente Atlético, en el Atlético de Madrid- están sembrando las semillas de la violencia generalizada dentro de nuestros campos de fútbol. Sin llegar todavía al bestialismo británico, quizá porque el alcohol no es en nuestros pagos un salvoconducto del hincha fiel, la escalada de lanzamientos de objetos a los terrenos de juego (ya se ha pasado del espontáneo lanzamiento de botellas al refinado tirachinas con bolas de acero o a la bomba de humo) y los alaridos de odio contra los árbitros o los jugadores del equipo rival constituyen ominosos precedentes para el futuro. La emboscada tendida a Carlos Santillana -un excelente jugador y un admirable deportista- después del partido de la Copa de la Liga disputado entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid ha sido un paso más en ese camino insensato hacia la institucionalización de la violencia que busca como pretexto las rivalidades entre equipos.

La sensación de que el fútbol como espectáculo encierra posibilidades mortíferas era anterior a la tragedia de Heysel y no se circunscribe a los seguidores británicos. En espera de que los psicólogos sociales analicen y diagnostiquen ese preocupante síntoma de patología colectiva, las medidas para reducir la violencia en los estadios deberían ser preventivas (una actuación policial para sofocar un conflicto aislado en las gradas puede provocar incidentes más graves y generalizados) y contar con la ayuda de las directivas de los clubes, en mejores condiciones que nadie para conocer la identidad de sus socios violentos y para colaborar en un control serio de las entradas y salidas del campo.

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