Tribuna:

Carteles

Sobre el papel es una excelente idea eso de airear el arte en la calle, por las villas, en las vallas, decorando valladares metálicos que ocultan derribos, terrenos especulados, ruinas industriales. Los efectos perversos vienen después, cuando contemplas esas gigantescas reproducciones de Dalí en homenaje a Gala emparedadas entre cartelones de Casera-Cola, Marlboro Light, el P. C. de IBM, o esas modas cada vez menos antagónicas de Galerías y El Corte Inglés. Te das cuenta entonces de la superioridad callejera de la bastardía publicitaria sobre el llamado arte puro. Al lado de la mayor parte de...

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Sobre el papel es una excelente idea eso de airear el arte en la calle, por las villas, en las vallas, decorando valladares metálicos que ocultan derribos, terrenos especulados, ruinas industriales. Los efectos perversos vienen después, cuando contemplas esas gigantescas reproducciones de Dalí en homenaje a Gala emparedadas entre cartelones de Casera-Cola, Marlboro Light, el P. C. de IBM, o esas modas cada vez menos antagónicas de Galerías y El Corte Inglés. Te das cuenta entonces de la superioridad callejera de la bastardía publicitaria sobre el llamado arte puro. Al lado de la mayor parte de esos diseños comerciales que empapelan la ciudad, los bigotes de Dalí se desvanecen siguiendo la ley de la gravedad.Son los riesgos de la actual manía de sacar el arte a la calle. Lo que en las paredes del museo puede resultar provocador, excitante o complejo, en las vallas apenas logra torcer la mirada del peatón. La operación contraria fue mucho más enriquecedora y audaz, cuando los padres del pop, hartos de trascendencia, introdujeron en los museos los carteles publicitarios del gran consumo. Aquella profanación del recinto artístico (o mejor, aquella sacralización del objeto comercial) logró cambiarnos la manera de ver y juzgar la publicidad, incluso la manera de negociar. Hasta el más despistado sabe que el éxito del producto pasa hoy por un formato seductor, por un logotipo genial, por un spot fascinante, por un cartel de vanguardia. Ocurrió entonces la gran mutación industrial del siglo: el verdadero negocio no consistía en fabricar o vender objetos, sino en diseñarlos. Lo que funciona ya no es la materialidad del producto, ni siquiera su distribución, es su inmaterialidad, su aura, el valor añadido estético, un no sé qué.

Con estos tristones carteles de Dalí intentan sacar el arte a la calle para meter a la gente en los museos. Falsa premisa, porque el arte, después de aquella revolución de la mirada y del metafísico giro industrial, está en la calle, en las vallas publicitarias, en los edificios, en los grafismos y graffitis de las paredes, en los neones, en los cuerpos peatonales. El problema es el contrario: cómo hacer hoy museos que compitan con el gran espectáculo callejero.

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