Tribuna:

Acreedores

"Yo amo apasionadamente", escribió Azorín en un artículo de 1903, "a estos viejos actores que han llegado a la fría y desoladora senilidad del actor entre telones, vistiéndose y desnudándose precipitadamente en los cuartos angostos, sin afecciones sólidas, sin hogar seguro, peregrinando por el mundo, ligeros, inconstantes, figurativos, deleznables...". En aquel mismo artículo dijo muy bellas cosas (son generalmente excelentes y muy poco conocidos los muchos artículos que él escribió sobre el teatro), y entre otras, que él sentía "una viva, una perdurable ternura hacia esa gente" (hacia los act...

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"Yo amo apasionadamente", escribió Azorín en un artículo de 1903, "a estos viejos actores que han llegado a la fría y desoladora senilidad del actor entre telones, vistiéndose y desnudándose precipitadamente en los cuartos angostos, sin afecciones sólidas, sin hogar seguro, peregrinando por el mundo, ligeros, inconstantes, figurativos, deleznables...". En aquel mismo artículo dijo muy bellas cosas (son generalmente excelentes y muy poco conocidos los muchos artículos que él escribió sobre el teatro), y entre otras, que él sentía "una viva, una perdurable ternura hacia esa gente" (hacia los actores). ¿A qué vendrá esto ahora? ¿Y tendrán algo que ver aquellos actores de principios de siglo con los nuestros actuales? ¿Y tendrá que ver la sensibilidad desde la que Azorín veía -¿lejanamente?- ese mundo con la que algún escritor de hoy, más o menos lejana y problemáticamente vinculado al teatro, como uno mismo, sienta herida por lo que en ese mundo sucede?Conocí a Azorín cuando nuestro grupo Arte Nuevo montó su trilogía Lo invisible, en 1949. Tan interesado estaba por el teatro propiamente dicho, y no sólo por la literatura dramática, todavía entonces, cuando ya sus obras para el teatro estaban definitivamente excluidas de la vida teatral española, que asistió con entusiasmo de neófito a nuestro ensayo general, y no sólo eso, sino que hasta participó en él a bastonazos. Lo contaré brevemente porque es muy otro el tema, muy patético, que hoy me mueve a escribir. Dirigí yo una de las tres obritas, Doctor Death de 3 a 5, pero Amparo Reyes, una gran actriz hoy también completamente ignorada (ni siquiera olvidada), se empeñó en que me metiera en la concha del apuntador -todavía "se trabajaba con concha"- porque, evidentemente, a mí me oía mejor que al apuntador profesional. ¡Hasta Azorín, que estaba en una de las últimas filas del teatro, me oía perfectamente! El caso es que de pronto sentí unos enérgicos bastonazos sobre mi caparazón. Era Azorín. A partir de ese momento me imagino que ni él ni Amparo Reyes me oyeron, pues la línea de voz de un apuntador tenía que ser cosa fina para, efectivamente, ser oído por los actores y no por el público; lo que, según creo recordar, pocas veces se conseguía: rara avis in terra era un buen apuntador.

Me temía, según lo contaba, que fuera vano y digresivo este recuerdo, pero no ha resultado tal porque se trata mucho, en este caso, de la relación entre uno mismo, en cuanto escritor, y el mundo de los actores, a propósito de algo que voy a referir dentro de un momento. En aquel caso yo me encontraba entre la espada (o el bastón) de Azorín y la pared (no aludo a sordera alguna, pues Amparo Reyes gozaba de excelentes facultades) de la actriz. Entre los bastonazos que uno me propinaba y los bocinazos (así decíamos en el argot teatral) que la actriz me demandaba, yo me sentía, con ferocidad corporativa, de parte del escritor. Con cierto humorismo he querido empezar, porque no sabía cómo hacerlo, al tratar el tema de la situación social de los actores en España con motivo de un testimonio particularmente dramático. Remito a la edición de este periódico del 25 de marzo pasado. En su página 27 se habla de Rafael Arcos, nuevo 'juguete roto' ¿Quién era Rafael Arcos? Un actor muy notable, conocido, estimado, que desempeñó primeros papeles en obras de muy alta calidad y en compañía de colegas excelentes y famosos. ¿Quién es ahora -casi podría preguntarse: qué es ahora- Rafael Arcos? La pintura de su condición actual y de su vida que se nos sirve en este artículo, que firma Ángeles García, es desoladora: un hombre abandonado que vive su profunda miseria en un barrio, habitando por largas horas en una taberna de ese barrio, desdentado y, en fin, algo así como uno de esos desechos humanos que hacen reír con sus bromas y ocurrencias a señoritos y obreretes. ¿Lo habré entendido bien? ¿A esta imagen deleznable (Azorín) responde la figura humana actual de nuestro Rafael Arcos?

"Todo está mal" para los actores, según Gracita Morales. En el mismo artículo nos enteramos de que, según Gonzalo Cañas y la misma cifra aproximada de Juan Diego, hay un paro intermitente de un 80% en esta profesión. En la cual, "en cuanto entras en paro", dice Juan Diego, "dejas de tener asistencia médica gratuita". Por lo demás, el actor es alguien que, por conocido que llegue a ser, está siempre a punto de caer en el olvido; y eso puede suceder, apunta Juan Diego, porque empieza a circular que bebes más de la cuenta o que tienes mal fario, "y ya no te levantas en la vida". Como el pato salvaje de Ibsen, ya no le queda a uno otro recurso que retirarse a morir en las profundidades, en el silencio ominoso de la definitiva marginación: en las fosas o abismos sociales por los que circula una población más o menos transeúnte o sedentaria, que huele a los ex hombres de Máximo Gorki o cosa parecida. Lo del mal fario no es broma en el ambiente teatral, y mucha gente recuerda, como notoria ilustración, el caso de Jacinto Grau. Jardiel Poncela se enfadó conmigo en una ocasión por el solo hecho de que lo había nombrado. Él lo llamaba "Él" con un verdadero terror supersticioso. En cuanto a la bebida, el café me parece que ha venido siendo la preferida de los actores, pero seguramente el alcoholismo ha aparecido como uno de los fantasmas propios de esa travesía del desierto que son las grandes fases de descanso, y, a decir verdad, el teatro es una de esas profesiones que menos soporta, para su normal funcionamiento, el homenaje dionisiaco por mucho que el culto a Dionisos esté en sus más remotos e ilustres orígenes. Cuando se ha tratado de reivindicar, en los medios de la vanguardia teatral, el

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Acreedores

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culto dionisiaco, esto se ha hecho a través de otras drogas y no de la nuestra, en cuanto bacantes que somos -también los escritores- las gentes del teatro.

Rafael Arcos fue uno de los tres protagonistas de Los acreedores, de Strindberg, que en versión un tanto libre, sobre todo a la altura del desenlace, escribí a principios de los años sesenta. Sus compañeros en el reparto fueron Mari Carrillo y Tomás Blanco. El director, José María de Quinto. El local, el teatro Valle-Inclán, que con este espectáculo se inauguró en Madrid. El empresario, Armando Moreno, con el que algo conversamos sobre si aquel teatro -que hoy me parece desaparecido como tal- habría de llamarse teatro García Lorca. Nuestra tesis -Valle-Inclán- prosperó, y el teatro se abrió con este nombre y con nuestros Acreedores en diciembre de 1962. Allí asistimos a una representación memorable: Rafael Arcos -que, si mal no recuerdo, ya había hecho un protagonista en otro espectáculo al que uno estuvo vinculado: Verano y humo, de Tennessee Williams- fue un Adolfo palpitante de verdad, de vida y muerte o de vida a muerte, mejor dicho, tal como lo dibuja Strindberg en su obra. Para entonces ya se decía algo de que Rafael se tomaba unas copas de cuando en cuando, pero no recuerdo de él más que una conducta irreprochable en cuanto al cumplimiento puntual de sus obligaciones de actor, respetuoso con las horas de ensayo y en el trato de sus ilustres compañeros: ni más ni menos ilustres que él mismo. ¿Qué ha sucedido desde entonces? Retirado yo mismo de las vicisitudes del teatro español, nunca más había tenido noticia de su vida, y ahora me llega la que menos podía esperar y desear, precisamente en un momento en que me hallaba leyendo y releyendo a Strindberg en las versiones, recientes y excelentes, de Francisco J. Uriz, a las que se han unido las también muy notables de Jesús Pardo, con lo que el lector en castellano tiene por fin la posibilidad de leer a un gran maestro del teatro europeo en una parte considerable de su obra. Con El padre andaba metido cuando me llegó el artículo que vengo comentando. Terrible tema, como el de la mayor parte de las obras de Strindberg: en ella, un hombre serio, equilibrado y progresista es observado por su cónyuge como una persona perturbada y peligrosa, y ello promueve en su medio social una observación tal de su conducta -y una interpretación tal de los datos de esa conducta- que, efectivamente, el hombre acaba por hacer alguna barbaridad: acaba por "volverse loco". Ocurre aquí, con muchas y más simples razones, el fenómeno que movió a Heisemberg a formular el principio de indeterminación: el objetivo es modificado en el acto de su observación. Banalmente se puede observar que las mayores simplezas -y hasta los más estólidos silencios- son considerados como signos de ingenio cuando sobre una persona corre la fama de que es ingenioso; y, por ejemplo, expresiones agudas, y notables son escuchadas con benevolencia en el mejor de los casos cuando sobre el hablante pesa quizá la fama de que empina el codo más de la cuenta. He visto El padre, de Strindberg, una vez, no recuerdo si en Estocolmo, y la escena en que este personaje es reducido con una camisa, de fuerza es muy difícil de olvidar.

Pero sobre todo, leyendo lo de Rafael Arcos, exclamé la palabra acreedores, en función del recuerdo. Los lectores de Strindberg saben muy bien que éste (lo que Arthur Adamov llamó la "contabilidad infernal" strincibergiana es un tema repetido y recurrente en sus dramas. Lo que uno le debe a otro, el acreedor que aparece cuando uno se las prometía felices, el ajuste de cuentas sobre de quién es el talento y quién se aprovecha de ese talento en la pareja humana, dibuja un círculo de asfixia y de sofocante locura, por aquí y por allá. En este caso mi reflexión ha sido sencilla: "acreedores": los actores son unos acreedores más, entre otros muchos, en esta sociedad que, sin embargo, nos suele reclamar como deudores. Rafael: en aquella obra se te presentaba un acreedor que era también una víctima; pero eras tú el que terminaba muriendo con la garganta ensangrentada. Tu personaje era, él mismo, un doliente acreedor. ¿Debes ahora algunas cuentas en tu desolado albergue o en la taberna en la que transitan tus horas, ahora muertas? Pero has de saber que el acreedor, el único acreedor, eres tú. "Vamos al total", te decía otro personaje en aquella obra; y replicabas tú con una voz que nunca he olvidado: "Pero si no hay nada de eso... No hay nada de eso cuando se hace una suma... Hay un cociente y una larga fracción decimal, indefinida... cuando se hace una división que no es exacta. Yo no he hecho la suma". ¿Te acuerdas, Rafael?

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