Tribuna:

El vuelo irrepetible

Quiero relatar, de la forma más objetiva posible, la historia de mi último vuelo. De mis últimos vuelos. Hela aquí.Me dirigía desde Santiago a Madrid . Regresé a los dos días. Ya en el aire, el sobrecargo me transmitió un ruego del comandante: que pasase a la cabina. Fue formulado con tal amabilidad y cortesía que no me pareció discreto negarme. Acudí, pues. El comandante era José Luis Patiño. El copiloto, Emilio López-Peña. Me dijo el primero que en el vuelo anterior ellos me habían llevado a la capital. Y por coincidir también en el regreso, deseaba saludarme. Charlamos largo y tendido. A lo...

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Quiero relatar, de la forma más objetiva posible, la historia de mi último vuelo. De mis últimos vuelos. Hela aquí.Me dirigía desde Santiago a Madrid . Regresé a los dos días. Ya en el aire, el sobrecargo me transmitió un ruego del comandante: que pasase a la cabina. Fue formulado con tal amabilidad y cortesía que no me pareció discreto negarme. Acudí, pues. El comandante era José Luis Patiño. El copiloto, Emilio López-Peña. Me dijo el primero que en el vuelo anterior ellos me habían llevado a la capital. Y por coincidir también en el regreso, deseaba saludarme. Charlamos largo y tendido. A los pocos días me trasladé a Barcelona. Y de nuevo, al regreso, apareció el comandante Patiño. Se me presentó en la sala de autoridades. Vio mi nombre en la lista de pasajeros y se apresuró a presentarse y a invitarme de nuevo a acompañarle. Le presenté al delegado del Gobierno en Cataluña, Francesc Martí. Subí al avión y me encontré otra vez en la cabina con los mismos miembros de la tripulación. Seguimos la charla. Hablamos de muchas cosas con talante tranquilo. Patiño era un hombre sumamente curioso. Curioso de las cosas fundamentales de la vida. Le preocupaba la muerte. Y de ella nos ocupamos largamente. Le expuse mis ideas. Coincidía con ellas. Hicimos escala en Oviedo. Bajó todo el mundo. Patiño decidió quedarse en el avión. Me pidió que le acompañase. Y así lo hice. Ya solos, proseguí yo ofreciéndole explicaciones que a él parecían interesarle vivamente.

Ya cerca de Compostela, le dejé constancia de mí agradecimiento por todas sus amabilidades y sus simpáticas atenciones. Me sugirió entonces si yo estaba dispuesto a decir eso mismo por carta dirigida a Iberia. Contesté que sí, puesto que era verdad todo lo que yo había experimentado. Pedí entonces al sobrecargo que me diese la lista de toda la tripulación. Me entregaron el papel ya descendiendo, al final de nuestro viaje. Y me despedí de todos alegremente, con esa alegría que da el encontrarse de pronto con gentes que uno puede considerar ya como amigos de verdad. En La Coruña me dispuse a escribir la carta. Pero una llamada de Madrid me obligó a desplazarme urgentemente. Allí supe de la catástrofe del monte Oiz. Cuando retorné a mi puesto de trabajo, sobre mi mesa estaba el papel con los nombres de mis amigos. La carta ya no tenía sentido. Pero no me decidí a romper la lista. Me inspiraba, y me inspira, un fuerte respeto. ¿Por qué? No sabría decirlo. ¡Aquellas personas desaparecidas! ¡Aquellas criaturas vistas y no vistas! ¡Aquellos seres humanos ya para siempre sólo recuerdo en mi espíritu! Vayamos a Epicuro: "Cuando existimos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, entonces ya no existimos". En el avión, la muerte no comparecía. Surgió después en otro avión, inmisericorde, atroz, devastadora. Y mis amigos ya no existen, porque la que ahora existe es ella, la gran anuladora. Vivimos en una época que considera el problema de la anihilación personal como una cuestión tabú. Una de las pocas cosas que quedan intocadas. Me refiero al hecho de no ir hacia ellas de frente y por derecho, como dicen que deben entrar a matar los toreros de verdad. De frente y por derecho. O lo que es lo mismo: pertrechados con el necesario bagaje cultural, o la necesaria riqueza creencial, para mirar impávidos el rostro inquietante del pavoroso enigma.

El comandante Patiño me dio la impresión de una persona capaz de hacerle frente sin aspavientos, sin remilgos, con decisión y hombría. En el diálogo conmigo se mostró en todo momento abierto, sincero y sencillo. Emilio López-Peña me dio la impresión de ser un tanto reservado, de exquisito trato, condescendiente y muy observador. Éstas fueron mis impresiones. Y éste es mi recuerdo. Ahora, uno y otro amigo, y también los demás, son apenas unos nombres escritos sobre un papel oficial. Y ese papel, en verdad, me obsesiona. ¿Por qué? No sé decirlo. En mi lengua gallega hay dos palabras para aquello que se acaba, que de algún modo remata. Una es último. Otra es derradeiro. Lo último es lo que equivale a un final que puede tener, y ha de tener, continuación. Lo derradeiro es eso, lo definitivo. Lo que no ha de repetirse. Mi vuelo con ellos ha sido el derradeiro. Ni ellos ni yo podremos hacerlo de nuevo. El vuelo de ellos, sobre el monte Oiz, fue el derradeiro también. Pero, con todo, y en lo sucesivo, cuando me encamine por el aire a donde quiera que sea, mi desplazamiento tendrá siempre, siempre, sin duda, el carácter de último. De vuelo en el que ellos me acompañarán ineluctablemente. Se vive en el alma de los demás. Se vive en la intimidad de los demás. En ella, desde ella, hablan -Patiño- con su vehemencia, con su alegría comunicativa, con su cordialidad. En ella, desde ella, hablan -Emilio López-Peña- con sus silencios aprobatorios, con su natural elegancia. Y también el sobrecargo Rodolfo Negrete. Y las azafatas Rosa y Ana, finas, bellas, delicadas. En fin, todos. Son, de alguna manera, mi secreta tripulación.

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-¿Qué le pareció el vuelo, delegado?

-Bueno. Muy bueno. Un abrazo y adiós.

Un abrazo y adiós. El abrazo queda solidificado en la memoria. El adiós queda temblando en el aire. En aquel aire frío y duramente lluvioso del aeropuerto de Labacolla, cuando todos ellos se despedían, optimistas y seguros de sí mismos, de un nuevo amigo más o menos ocasional. Cuando la muerte aún no estaba allí.

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