Tribuna:

Conjuro

Cuando mueren los estructuralistas franceses, o enferman seriamente, hay un tipo muy peculiar de imbéciles españoles que intentan enmascarar su famoso analfabetismo castizo con bromas primitivas acerca del irrisorio acontecimiento mortal del sujeto pensante. Ocurre ahora con Foucault porque el filósofo que un día reflexionó sobre la locura acabó su vida en un hospital psiquiátrico. Pero idénticas estupideces se pronunciaron cuando Barthes, el exquisito, fue atropellado por una prosaica camioneta, o cuando Althusser asesinó a su mujer en un momento de chifladura, o cuando Lacan abandonó para si...

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Cuando mueren los estructuralistas franceses, o enferman seriamente, hay un tipo muy peculiar de imbéciles españoles que intentan enmascarar su famoso analfabetismo castizo con bromas primitivas acerca del irrisorio acontecimiento mortal del sujeto pensante. Ocurre ahora con Foucault porque el filósofo que un día reflexionó sobre la locura acabó su vida en un hospital psiquiátrico. Pero idénticas estupideces se pronunciaron cuando Barthes, el exquisito, fue atropellado por una prosaica camioneta, o cuando Althusser asesinó a su mujer en un momento de chifladura, o cuando Lacan abandonó para siempre el gremio de las infinitas disidencias freudianas.En realidad, se trata de todo un género literario funerario. Y que no sólo se practica a costa de los estructuralistas franceses, sino que irrumpe en nuestro discurso cultural de segunda mano cuando algún trabajador de las ideas sufre un percance mortal poco airoso. Todavía recuerdo los chistes bochornosos que se hicieron a propósito de aquella muerte idiota de Adorno, de los confusos últimos días de Marcuse, del suicidio provocador de Koestler. El truco de esa clase de imbecilidad nacional consiste en interpretar la anómala muerte del pensador complejo como acto vengador de la madre naturaleza contra la cultura, como un perverso acontecimiento biológico que desautoriza toda la anterior producción de ideas, pensamientos o simplemente dudas.

Viene a ser una nueva versión de aquellos follones culturales que se organizaban en el decimonónico superior cuando expiraba un novelista ateo y los eruditos discutían si el escritor se había arrepentido en el último instante, en un acto de perfecta contrición.

Estos ritos funerarios oficiados por los graciosos de turno cuando desaparece un filósofo al que apenas conocen de oídas, o del que han logrado atrapar un par de eslóganes suyos, también cumplen una importante misión de conjuro tribal contra ese pensamiento externo que atenta contra las dominantes leyes de la simplicidad. Es la eterna lucha nacional entre las ideas y las ocurrencias. Un duelo injusto porque últimamente los trabajadores de las ideas suelen morir con estilo paradójico, de manera graciosa.

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