Tribuna:

La esperanza en la razón

En un espléndido artículo, Ignacio Sotelo ha llamado "posmodernidad" al doloroso momento donde cesa toda fe en la razón. El núcleo último del optimismo racionalista -la idea de la historia como realización de la libertad- trasluce ahora un sofisma piadoso, arrastrado en ocasiones a la caricatura. Era la médula de una teología secularizada, que al saberse tal deja de ser creencia y de generar esperanza. Según Sotelo, la razón no "da de sí" hoy para suscitar una espera confiada. Por otra parte, sin semejante condición sólo resta una vida mermada, que se asoma aburrida al pasatiempo...

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En un espléndido artículo, Ignacio Sotelo ha llamado "posmodernidad" al doloroso momento donde cesa toda fe en la razón. El núcleo último del optimismo racionalista -la idea de la historia como realización de la libertad- trasluce ahora un sofisma piadoso, arrastrado en ocasiones a la caricatura. Era la médula de una teología secularizada, que al saberse tal deja de ser creencia y de generar esperanza. Según Sotelo, la razón no "da de sí" hoy para suscitar una espera confiada. Por otra parte, sin semejante condición sólo resta una vida mermada, que se asoma aburrida al pasatiempo y mora en la falta de paradero. Su secuela inevitable es una desorientación en aumento. "Hoy no existe otra esperanza que la religiosa", concluye, ni otra alternativa a esa esperanza que "la lúcida desesperación".Todo esto es muy cierto, y cabría incluso ir un poco más allá. El oropel propagandeado, la trivialidad que recomienda entretenerse y vivir "el presente", no pueden tapar por más tiempo una aflicción y sus primeras convulsiones. Somos un mundo que oculta a sus agonizantes entre fotos truculentas de agonizantes ajenos; la experiencia de la nihilidad subyace al generalizado hedonismo oficial. En eso no difieren las diferentes escuelas filosóficas. Sin dejar de ser necesaria, la muerte se ha hecho absurda; el futuro es poco probable.

Con todas sus promesas de dar nacimiento al hombre, la muerte de Dios ha empobrecido monstruosamente a los hombres. El ateísmo siempre fue una actitud estética, que al nivel de los fundamentos requería tanta fe como su contrario. Ahora la fe de Feuerbach ha hecho crisis, cuando la fe de los más cándidos parece en retirada hace siglos. Como si lavásemos al bebé en el baño y al quitar el tapón se nos fuese él con el agua por la cañería, la antigua superstición y lo sacro -que no son lo mismo- desaparecieron a la vez.

Sólo una cosa me impide estar completamente de acuerdo con lo que Sotelo piensa del significante "razón". El Padre y el Hijo pueden requerir fe, pero la razón no fue instituida por fiducia, ni puede cancelarse en virtud de su falta. La crisis presente es crisis para un concepto particular de razón: el que pretende ir de lo claro a lo claro, simplemente analizar. Acosado por una llamarada de escepticismo, quizá no inferior en intensidad a la actual, Descartes habilitaba el antídoto de un cogito que en realidad ponía fe en el sujeto, y que pagaba el precio de ese punto de apoyo "puro" con un divorcio entre lo extenso y lo pensante. Siglo y medio más tarde, el schematismus kantiano habrá saneado, aparentemente, la misteriosa relación de cuerpo y alma que obligaba a los cartesianos a postular una glándula pineal. Pero entonces razón ya no es el logos físico que las cosas exhiben, el argumento material que ellas son, sino una zona del entendimiento que se denomina facultad de los principios. Purificada en la autoclave del punto de vista "trascendental", la facultad subjetiva acaba en la vaciedad del formalismo lógico, mientras su vertiente de razón práctica origina una voluntad constructivista que termina hablando de razón con mayúscula, simplemente porque no se ha parado a pensar en lo que dice, o porque pretende imponer comisarialmente sus criterios.

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De ambas cosas estamos ahítos. Es arriesgado, sin embargo, identificar la crisis de esta corriente con una crisis de confianza en la razón tout court. Olvidaremos que sigue habiendo un otro del "creer", y que ese otro hemos de retenerlo a toda costa. La falta de fe en la razón, tan lúcidamente invocada, oculta aquello de lo cual en realidad disiento, que es la idea "sociológica" de la razón como fe, cuyo desarrollo llevaría a consideramos no tanto animales racionales como animales fiduciarios. Considerando que razón es fe, ¿qué nombre daremos a lo que no es profecía autocumplida, fanatismo y prejuicio, sino fruto de observaciones ecuánimes? ¿Cómo llamaremos a lo contrario de aquella ambición mencionada por Spinosa, en cuya virtud exigimos de los demás que amen y odien lo amado y odiado por nosotros, atropellándonos así -tantísimo- los unos a los otros?

Lo real no dejará de ser racional porque incumpla nuestras expectativas. Todo cuanto conseguiremos por esa vía es borrar la distinción entre realidad y facticidad -como antes borramos la que hay entre sustancia y sujeto-, ofreciéndonos un mundo de conclusos hechos positivos que inspiran acatamiento. Hecho es el participio pasado de hacer, el rastro inerte que deja tras de sí una acción. Aunque lo tildemos de teología secularizada, la historia de los individuos y los pueblos sigue siendo un despliegue de la libertad; y a estas alturas debemos aceptar que no se opone a esa libertad el que muchos prefieran anclarse a unas cadenas, o saltarse la tapa de los sesos.

Nos hemos hartado, pues, de la razón pura; y nos resulta manifiesto que la razón práctica derivada de ella es mera edificación pietista. Tras el imperio de cartesianos, newtonianos y kantianos, podríamos volver los ojos hacia aquellos que, como Heráclito, Aristóteles, Leibniz y el propio Hegel, no comulgaron con la versión "formalizada", aunque suministrasen muchos de los conceptos usados por unos y otros. Sugiero atrevernos a considerar la bomba de hidrógeno como una astucia de la razón, y ver el amor como lo razonable en máximo grado. Ciertamente, la razón de la que hablan Bakunin o Mao mejor podría llamarse fe, o lecho de Procusto, pero la razón física tiende un puente entre lo subjetivo y lo objetivo. En esa medida, constituye la esperanza sin hipotecas y el espíritu de la verdad, que, cercado ancestralmente de enemigos, subsiste aún como llamamiento a la ciencia y vocación de virtud.

Para recobrar lo sagrado me cuesta admitir que sólo quede el recurso de retroceder a la fe, por mucha angustia que genere la ubicua precariedad. Pienso que de nuetra encrucijada sólo nos sacará, si algo puede sacarnos, la razón misma. Por ejemplo, un juicio que hacía Thomas Jefferson a principios del siglo XIX, valedero quizá hoy y mañana: "Debemos hacer nuestra elección entre economía y libertad, o profusión y servidumbre". Llevamos largo tiempo huyendo hacia adelante.

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