Crítica:El cine en la pequeña pantalla

Una inolvidable película

Las modas pasan, los cineastas son olvidados, las glorias efímeras se desvanecen pronto, pero John Ford permanece. La observación, a mi juicio exacta, es de Bertrand Tavernier. Cheyenne Autumn o El gran combate es uno de los filmes imperecederos de John Ford. Su grandeza casi íntima, su hermosura plástica, la amargura y la densidad del relato le convierten en algo que, como una montaña, está ahí inconmovible. John Ford puso en él una vasta experiencia y una pasión lírica que, con los años, en lugar de entibiarse, se había ido decantando y afinando desde su etapa de plenitud, en l...

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Las modas pasan, los cineastas son olvidados, las glorias efímeras se desvanecen pronto, pero John Ford permanece. La observación, a mi juicio exacta, es de Bertrand Tavernier. Cheyenne Autumn o El gran combate es uno de los filmes imperecederos de John Ford. Su grandeza casi íntima, su hermosura plástica, la amargura y la densidad del relato le convierten en algo que, como una montaña, está ahí inconmovible. John Ford puso en él una vasta experiencia y una pasión lírica que, con los años, en lugar de entibiarse, se había ido decantando y afinando desde su etapa de plenitud, en las décadas de los años 50 y 60.En 1964, Sean Aloysius O'Fearna, tenía casi 70 años y solía decir: "He matado yo solo en mis películas más indios que toda la U.S. Cavalry en siglo y medio". John Ford comenzó el rodaje de El gran combate con cierto ánimo expiatorio. El indio, tantas veces sujeto pasivo, y a veces solo objeto, de muchos de sus filmes, se hizo sujeto cada vez más activo de la obsesión lírica del anciano cineasta. Era una obsesión de hombre tozudo y escrupuloso, pues el indio era ya, de manera más o menos subterránea, el centro neurálgico de sus grandes filmes desde casi dos décadas antes, concretamente desde Fort Apache -rodada en 1948- y, sobre todo, desde la extraordinaria -una reciente encuesta entre críticos europeos la situa entre una de las diez mejores películas de la historia- Centauros del desierto, de 1956.

El rodaje de El gran combate fue, como todos los de Ford, apacible, divertido, y esto se nota en el filme, que discurre, según una frase-bisturí sobre su estilo, con la exactitud de un torrente. Los productores de la Warner le habían impuesto a la actriz Carrol Baker y al última hora tuvo que sustituir a Spencer Tracy, que cayó enfermo, por Edward G. Robinson. Por lo demás, la productora puso en manos de Ford lo que este pidió, incluida la tribu india que tradicionalmente trabajaba en sus filmes, y que le había nombrado Gran Jefe honorario con el nombre de Soldado Alto. Luego, los productores se desquitaron reduciendo el metraje, con cortes de secuencias enteras, ya que a Ford era imposible reducirle el metraje en el interior de las secuencias, pues las rodaba de tal manera que solo tenían un solo montaje posible, circunstancia que ponía frenéticos a sus productores, pues les incapacitaba para manipular el filme a su antojo.

Pese a estas lagunas, Ford realizó El gran combate con libertad y abundancia de medios. Sin embargo, el filme no es ostentoso, no cae en la petulancia de las superproducciones, es austero, matemático -para seguir con el símil- a la manera de un río. Lo que ocurre, la trágica historia de una tribu cheyenne que se escapa de la miseria de su reserva de Oklahoma en busca de sus perdidos valles de Yellowstone, se funde en una piña con el como ocurre, y la tragedia colectiva se hace canto, música, acorde lírico. Es decir, se hace quintaesencia de la concepción fordiana del cine, que es la exposición poemática de la relación del hombre con la tierra, en una visión en la que la amplitud épica, incluso cósmica, del relato no solo no excluye el intimismo, sino que lo intensifica. Allí, al fondo, está el Monumental Valley, el escenario natural favorito de Ford, en el que muchos directores se negaron a filmar porque, arguían, aquello era propiedad exclusiva de Ford. Los mal pensados añaden que, tras ese respeto, se escondía su miedo a ser comparados con el incomparable tuerto irlandés.

Incluso Carrol Baker y Karl Malden, actores que, por ser de escuela neoyorquina, no agradaban a Ford, salieron a flote en El gran combate. Richard Widmark, que ya había actuado en 1961 en Dos cabalgan juntos, alcanza una de sus mejores creaciones, en el personaje del oficial de la caballería de los Estados Unidos que reconduce a la tribu rebelde. Edward G. Robinson está allí y, en un actor de su talla, esto basta. Dolores del Río, Sal Mineo, Ricardo Montalbán y Gilbert Roland, saltan de la masa protagonista, pero sin escapar estilísticamente de ella. En el centro de la acción, consciente Ford de la densidad del filme, hace el cineasta un divertido entremés semiburlón, un respiro interpretado por James Stewart, en el papel de legendario sheriff Wyatt Earp, y Arthur Kennedy, en el de su eterna sombra, el dentista asesino y tuberculoso John Doc Holliday. Y tras ellos, la trágica epopeya cheyenne sigue su curso inexorable, en el borde de la perfección.

El gran combate se emite hoy a las 22.30 por la primera cadena.

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