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Tribunales

El Tribunal Constitucional, el Supremo, el Tribunal de Cuentas. Estos altos tribunales, tan altos como inexistentes o impronunciables hace poco, están en danza. Dios mío, en danza, como las mozas, los caballos andaluces, las orquestas veraniegas, las mudanzas Lorenzana. Esas abultadas instituciones, tan afincadas en el suelo, eran de por sí inamovibles. Tronos o sillares. Su consistencia, de fórmula espiritual, pesaba, sin embargo, toneladas. Imposible imaginar a estos cíclopes de la justicia en posiciones portátiles. Mucho menos en actitudes fluctuantes u opinativas. Su majestad era comparabl...

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El Tribunal Constitucional, el Supremo, el Tribunal de Cuentas. Estos altos tribunales, tan altos como inexistentes o impronunciables hace poco, están en danza. Dios mío, en danza, como las mozas, los caballos andaluces, las orquestas veraniegas, las mudanzas Lorenzana. Esas abultadas instituciones, tan afincadas en el suelo, eran de por sí inamovibles. Tronos o sillares. Su consistencia, de fórmula espiritual, pesaba, sin embargo, toneladas. Imposible imaginar a estos cíclopes de la justicia en posiciones portátiles. Mucho menos en actitudes fluctuantes u opinativas. Su majestad era comparable a una siderurgia de la sabiduría. Vigorosa fábrica capaz de procrear todo el arrabio necesario para llenar de jurisprudencia el mundo.Una providencia en la tierra: la santísima Trinidad toda formada por hombres fondones vestidos de luto. Esto han sido los altos tribunales. Y fue así, en un adobo de temor, como se les ha preservado. Severos, intangibles, inmutables al extremo de que ni a su aspecto le fuera siquiera exigible un punto de reforma en el peinado. Piezas sagradas.

Pero he aquí, y esto es cosa democrática, que tras una u otra vicisitud se descubre el tremolar del pliegue textil en una de las estatuas. No es seguro todavía, pero ya se aviva el rumor de que, tras el marmóreo y secular retablo, se escucha una tos y, más allá, a seres humanos con hijos montañistas y Seguridad Social, gentes susceptibles de tropezar con el error, sufrir sus hechizos y sus ascos. Individuos capaces a la vez de emocionarse y entrar inevitablemente en danza. Danzar en el mismo escenario colectivo donde también otras instituciones, de alcurnia o no, cruzan sus hablas, se suman o disputan la escena del crédito y del poder. Nada parece ya tan absoluto. Más aún: el absoluto es repudiado como una condición incompatible con este paisaje de mixtura; también la certidumbre extrema y la mazmorra. Las grandes efigies se mueven y gracias a ese ejercicio pierden la obesidad del dogma, operan entre ciudadanos como instrumentos ciudadanos y se las puede tratar sin pavor. Casi danzan y se puede calibrar su destreza. Ya no es preceptivo bajar la vista, hacer la genuflexión. Esta es toda la blasfemia. O el escándalo.

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