Tribuna:

El 'gordo'

Sólo un día al año el Estado se presenta como una institución sin estatura: este 22 de diciembre. Ese semblante de severidad y cutis seco en que consiste permanentemente el Estado pierde hoy su consistencia. En verdad, el gordo no es únicamente el premio. Se llama gordo a la suma que se entrega. Pero se trata ciertamente de una metonimia del sujeto que la da. El gordo es, ante todo, el poder. El poder de cambiarlo todo y de hacer posible el todo. Nada más parecido a Dios, en España, que el gordo. O también: nada más equivalente al patriarcal poder del Estado que el gordo de su lotería. Más all...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Sólo un día al año el Estado se presenta como una institución sin estatura: este 22 de diciembre. Ese semblante de severidad y cutis seco en que consiste permanentemente el Estado pierde hoy su consistencia. En verdad, el gordo no es únicamente el premio. Se llama gordo a la suma que se entrega. Pero se trata ciertamente de una metonimia del sujeto que la da. El gordo es, ante todo, el poder. El poder de cambiarlo todo y de hacer posible el todo. Nada más parecido a Dios, en España, que el gordo. O también: nada más equivalente al patriarcal poder del Estado que el gordo de su lotería. Más allá de todas las vacilaciones, pátridas y apátridas, si nuestra atormentada historia ha podido disponer de alguna referencia más o menos segura de cómunidad nacional, ésa ha sido la que cada año se ha deducido de la fe popular en torno el gordo. A despecho de banderías, diglosias y crisis de identidad, cíclicamente se alza la común veneración y respeto unido al gordo. Ojalá, además, el Estado se acercara permanentemente a este benévolo talante.No es así, por cierto. Invariablemente, el Estado está en su sitial. Solemne, sedente, estatuido. Sólo se dirige al súbdito por vía de la voz fijada en los términos del reglamento. El Estado no es dado a charlas. Sella, certifica, requiere, expide, liquida. Su habla es un mineral. Abomína, por naturaleza, de la farra y de la chanza. Sólo en una ocasión al año, abandona su histrionismo para meterse sin formalidad en el bombo. Convertido en lotería. Así, por unas horas, no hay otro poder visible que esa esfera facunda y móvil, especie de cazuela donde por un tiempo todos estamos removidos, removida la posición social, sorteándose nuestro estatus. El bombo es el Estado más los ciudadanos, confundidos en la promiscuidad del azar. Mezclados en un caos primitivo que da vueltas para volver a componerse, número a número, premio a premio. Es sólo cuestión de suerte; nada es cuestión de poder. Todo puede ser distinto por sorteo. Este es el mito que administran con unción los ancianos funcionarios. Hoy, 22 de diciembre, es el mismísimo poder el que se rifa. Se desgranan y desgranan los maitines de la lotería y nunca nos recordaremos más irreales que al oído de esa cantilena.

Archivado En