Tribuna:

Ser otro

Hay gente que se siente muy complacida de ser como es. No saben lo que se pierden. En tanto uno insiste en confirmarse como un emblema de sí mismo está anticipando la medida de su túmulo. Los indivíduos que lo tienen todo claro, que echan la vista atrás y contemplan un rosario de coherencias, sólo importunadas por agentes externos, han sucumbido a la tentación de ser comprendidos. Todos queremos ser entendidos por los demás -en verdad, queremos ser justificados-, pero desgraciado de aquél que es entendido plenamente. Todo asomo de desviación y sorpresa le será en adelante negado.Por fortuna, l...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Hay gente que se siente muy complacida de ser como es. No saben lo que se pierden. En tanto uno insiste en confirmarse como un emblema de sí mismo está anticipando la medida de su túmulo. Los indivíduos que lo tienen todo claro, que echan la vista atrás y contemplan un rosario de coherencias, sólo importunadas por agentes externos, han sucumbido a la tentación de ser comprendidos. Todos queremos ser entendidos por los demás -en verdad, queremos ser justificados-, pero desgraciado de aquél que es entendido plenamente. Todo asomo de desviación y sorpresa le será en adelante negado.Por fortuna, la mayor parte de los ciudadanos se encuentra en la posición contraria. Se sienten incómodos con lo que hacen y lo que son, y en ese estado se muestran tan sombríos o equívocos que es imposible recorrerlos con certeza. De este modo nunca pueden ser cabalmente acotados. Tratar de entenderlos requeriría una tarea muy superior a la de aceptarlos como oscuros semovientes. Es decir, baúles emocionados, arbitrarios o contradictorios, a un paso de la disolución o el travestismo.

Estar harto de sí -sensación especialmente intensa cuando uno se queda a solas frente al espejo del probador en unos grandes almacenes- es el único camino para conservar una probable veleidad ante los otros. Y, en consecuencia, no ofrecer nunca la oportunidad de ser totalmente entendidos, a salvo de ese maldito diagnóstico que nos mide de pies a cabeza. Todo el que nos entiende, ineludiblemente nos programa. Todo el que nos prevé, necesariamente nos mata.

El cambio que el periodista sueco Joahn Elirenberg acaba de hacer en su vida es un ejemplo de elusiones. De siempre Joahn era un hombre que había querido ser mujer. Ahora es Jenny. Ni es homosexual ni carece de los atributos masculinos. Sencillamente, estaba harto de sí. Y de su hartura ha destilado esta elección soberbia. Su equivocidad ahora multiplicada le hace definitivamente inasible. Cierto: los que cumplen una vida lineal y se coronan son envidiados, pero no dejan de serlo como objetos. Objetos opacos. Ehrenberg es, en cambio, la burla de lo mismo. El voluble paraíso de la diferencia.

Archivado En