Tribuna:

El puño de Marisol

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Para levantar el puño como el otro día lo hizo Marisol, sin una fisura, con toda convicción, como si acabara de tomar el Palacio de Invierno y freírse unas salchichas en el sótano, hay que tener la fe desesperada del viejo militante que se resiste a ver morir su sueño, o la fe pisoteada de la niña prodigio que nunca pudo crecer con una visión propia.A mí, la foto de Marisol alzando el brazo esbelto, broncíneo, rematado con un picaporte de lujo, en el congreso del prosoviético PCC catalán, me recordó aquellos mítines que encabezaba Jane Fonda hace muchos años, cuando la atacó el repente de quer...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Para levantar el puño como el otro día lo hizo Marisol, sin una fisura, con toda convicción, como si acabara de tomar el Palacio de Invierno y freírse unas salchichas en el sótano, hay que tener la fe desesperada del viejo militante que se resiste a ver morir su sueño, o la fe pisoteada de la niña prodigio que nunca pudo crecer con una visión propia.A mí, la foto de Marisol alzando el brazo esbelto, broncíneo, rematado con un picaporte de lujo, en el congreso del prosoviético PCC catalán, me recordó aquellos mítines que encabezaba Jane Fonda hace muchos años, cuando la atacó el repente de querer poner a los indios a vivir en Beverly Hills: hoy, ya lo sabemos, la Fonda está dándoles carrera a sus niños a costa de todos los que hacen el indio deslomándose con el aerobic, uno-dos, uno-dos-puf.

Marisol, que empezó a sufrir la invasión ajena cuando era muy niña, al tiempo que soportaba que le camuflasen los pechos de marron glacé por medio de refajos; Marisol, a la que nunca he conocido fuerte, sino pasando de la tutela de un hombre a la de otro, demasiado deshabitada de sí misma, cree ahora que Andropov es santa Cecilia tocando el arpa mientras el resto del mundo vive entregado a la corrupción del capital y la explotación del imperialismo: son los peligros de bailar al mismo son que taconean otros.

Pero precisamente porque todos seguimos siendo quienes éramos y regresando al lugar de donde salimos, aunque hayamos avanzado a ciegas en la dirección contraria, a mí me produce cierta pena que esa niña que nunca pudo serlo ya no mire con ojos de congoja, que ni la sombra de una duda le impida cuestionar lo que está defendiendo. Qué segura, Marisol, puño en alto por la Unión Soviética -aunque, quizá, sea el suyo un, puño en alto por lo que no le dieron-, qué tristeza de musa bolchevique a destiempo, cuando todos los rojos destiñen y hay que buscar preguntas y respuestas a la misma velocidad con que nos hiere la información que llega de una u otra parte. "Porque mi pelo ya no es el de una niña, ni mi vida tampoco". Yo no me atrevería a afirmarlo tan tajantemente.

Archivado En