Tribuna:

Pensar la posguerra

¿Cómo caracterizar esta época nuestra? ¿Cómo debe llamarse la filosofía que en propiedad le corresponde? Con pleno rigor se le llama ¿poca de la posguerra. Con pleno rigor, en efecto: se abre una historia nueva en la que la guerra, lo que hasta hoy sé concebía como guerra, queda sobrepasada. Toda guerra es una relación social que presupone un vencedor y un vencido como resultado. Hoy esa estructura ha sido minada en su esencia. La guerra que hoy se dibuja en el horizonte es absoluta, es guerra absoluta, sin condiciones, sin términos relativos: litigio que no arroja al final, como posibilidad, ...

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¿Cómo caracterizar esta época nuestra? ¿Cómo debe llamarse la filosofía que en propiedad le corresponde? Con pleno rigor se le llama ¿poca de la posguerra. Con pleno rigor, en efecto: se abre una historia nueva en la que la guerra, lo que hasta hoy sé concebía como guerra, queda sobrepasada. Toda guerra es una relación social que presupone un vencedor y un vencido como resultado. Hoy esa estructura ha sido minada en su esencia. La guerra que hoy se dibuja en el horizonte es absoluta, es guerra absoluta, sin condiciones, sin términos relativos: litigio que no arroja al final, como posibilidad, ni vencedor ni vencido. Esa guerra es a la vez condición trascendental y límite último de toda guerra. Acaso también de toda humanidad posible. Nuestra época es época de la posguerra en un sentido radical y esencial. Y nuestra filosofía sólo puede ser, por tanto, filosofía de la posguerra. A esa filosofía nuestra le es dado pensar ese límite último, esa condición trascendental, ese absoluto de la guerra, que en caso de sobrevenir quita espacio a guerra y a humanidad. Hoy puede pensarse al fin, como posibilidad real, en la muerte del hombre. La filosofía de la posguerra es, por esta razón, esencialmente trágica: no puede ya dejar de convivir con ese horizonte final de aniquilación. Hoy el nihil bíblico deja de ser lugar común teológico o sombra perenne del pensamiento filosófico. La nada ontológica nos atañe a modo de fulguración cotidiana: posibilidad que está a la vista y a la mano. El hombre, hoy, no puede ya dejar de pensar en esa nada. La aniquilación de lo humano es nuestro horizonte. Sobre este dato insoslayable, empírico, cotidiano, imposible de pasar por alto, se construye la reflexión filosófica, que hoy sólo puede ser trágica en la medida misma en que ese horizonte de aniquilación es irremediable. Auténtico fáctum y fatum de nuestra era y de nuestra condición de hijos de la posguerra. No podemos dejar de convivir con esa idea de la aniquilación que nos atañe y amenaza. Acostumbrarse a habitar esa idea, cuyo fundamento in re no suscita duda alguna, nos invita a habituarnos a ocupar el espacio de un pensamiento trágico, Logos trágico capaz de captar la verdad de esa nada absoluta, radical.Si la filosofía tiene como tarea pensar el presente (Hegel) y el presente puede definirse en términos de época o edad como era de la posguerra, se exige de la filosofía que piense en profundidad este signo de los tiempos. Signo que introduce en la historia un novum radical, por cuanto la guerra que soporta el tiempo presente es, como posibilidad que puede en cualquier momento actualizarse, guerra absoluta. Mejor llamarla así que europea o mundial. Se vive bajo el supuesto y la amenaza de una destrucción total. Como si al fin se hiciera carne y sangre el concepto maldito de toda la tradición filosófica poscristiana, la idea o noción de nada, el ex nihilo del Génesis bíblico, esa nota discordante que el pensamiento judeocristiano introdujo en la placidez serena y acrítica de la virginal filosofía grecopagana. Como si la nada dejase al fin de ser concepto y se corporeizase. Y no sólo a título individual, según el espíritu premonitorio que un Heidegger había desarrollado en Ser y tiempo; no como horizonte de desvelamiento de la posibilidad radical e insustituible del existente individual, sino como horizonte de revelación de la propia existencia genérica del hombre y de su ser social. El hongo. atómico abre, pues, a la sociedad humana, al hombre como ser genérico, a su verdad radical. Muestra la inanidad a la que puede, en cualquier momento, ser conducido. Habla del suicidio como problema primero de una filosofía rigurosamente social, y no, como quería Albert Camus, corno problema primero del individuo asocial de todos los existencialismos.

Filosofía de la posguerra quiere decir, por tanto, reflexión sobre el ser humano genérico a partir o desde el horizonte de nada absoluta que abre, como posibilidad bien real, bien positiva, el arma nuclear. La pregunta leibnitzeana Pour quoi quelque chose et ne plutôt rien? no es hoy únicamente pregunta técnica del filósofo profesional, ni siquiera es tan sólo pregunta angustiada del existente individual. Esa pregunta es hoy pregunta social, pregunta flotante en todo ser humano en tanto que ser humano, en tanto que miembro de la humanidad. Y es pregunta cotidiana y periodística, la más obvia y trivial de las preguntas de quienes pertenecemos a la era de la posguerra. De este modo nuestra propia cotidianeidad se ha vuelto trágica, y lo trágico se ha vuelto habitual, familiar, radicalmente próximo. No es preciso hoy atravesar el entorno intramundano, suspender todo juicio de realidad sobre lo que se nos ofrece a la mano o a la vista, rasgar el velo de Maya de nuestra realidad convivencial para sentirnos acuciados, en la desolada soledad de la angustia heideggeriana, por la pregunta ontológica radical. En la cotidianeidad misma aparece o se nos cruza ese ente tan a la mano y a la vista que es el arma nuclear. Y nuestra experiencia diaria convive con él como con algo presupuesto y casi vano. De ahí el carácter desgarrado de nuestra vida cotidiana. Se ha roto el velo hogareño, aquietante, de una privacidad que se sitúa de espaldas a la verdad ontológica. Lo inhóspito, das Unheimliche, ese siniestro absoluto que prepara el arma nuclear, constituye amenaza cotidiana, dato insoslayable en todo despertar diario. Lo vano y lo descomunal se hallan fundidos en una experiencia inmediata que es vanamente trágica. Y la reflexión filosófica, en la medida en que sólo puede partir metódicamente de lo inmediato o de la experiencia inmediata, se cierne sobre ese fáctum o fenómeno que es, para nuestra época, fatalidad, destino histórico. Encuentra como cosa familiar un comprimido de sustancias en descomposición radiactiva. Se cruza con ese objeto familiar, siquiera sea a través del periódico o de los medios de comunicación y a través del discurso y charla común con el vecindario. Dicho objeto nos pertenece, es pertinente a nuestra experiencia. Pero a la vez, en su dialéctica, se muestra revelador de la absoluta im-pertinencia. La imbricación de lo familiar y de lo inhóspito, entrevista por Freud en el propio lenguaje en su análisis de lo siniestro, halla en el arma nuclear su explosiva fusión e indistinción. Desde ese instante, la analítica de la existencia, de la cotidianeidad, del fáctum común y de término medio del ser ahí debe modificarse radicalmente. Lo más común, lo más inmediato se revela ligado y religado a lo absolutamente extraño, inhóspito, inquietante. La nada nos anonada, mal que les pese a lógicos y gramáticos puristas. Y la vida humana alcanza así, forzosamente, edad adulta y temperatura trágica.

Pensar la posguerra implica, pues, primero de todo, pensar en profundidad la guerra. Pensar, en particular, el salto cualitativo que se produce cuando se desborda el marco limitado y particularizante de la guerra convencional y se insinúa, en el horizonte histórico, la posibilidad, más acaso, la existencia y la necesidad, de la guerra absoluta. Absoluta en la medida en, que implica y compromete al espíritu del mundo (WeItgeist), concepto hegeliano que en esta prueba halla su revelación y su legitimidad. Es precisamente en esa prueba (en la que el hombre como ser social juega absolutamente su ser con referencia a una amenaza total a través de la cual se hace presente la nada) en donde la existencia humana alcanza su verdad común, genérica, transindividual e intersubjetiva. Lo que en esa prueba se juega no es tal o cual individuo o pueblo; tal o cual etnia, nación o Estado, sino la humanidad misma captada al fin en su radical unidad. Todo hombre, como individuo o como miembro de una comunidad determinada, cuenta con la supervivencia tras la muerte de la humanidad. Y hasta cuida y procura, pálida pero efectivamente, administrar su propia sobrevivencia a través de hijos, herederos, generaciones futuras, obras, empresas. Hay en el hombre, como supo ya Platón, como he tratado de explicar a fondo en mi libro Filosofía del futuro, un oscuro anhelo que orienta su acción y su hacer, su poiesis, hacia eso que le trasciende: un más allá del muro de la muerte, una otra orilla en donde el ser que soy yo mismo se recrea en hijos y en nuevas generaciones. Pues bien, esa dimensión del anhelo y de la poiesis, esa proyección del ser más allá de la propia muerte, eso que hace del ser humano algo más que un puro ser para Ia muerte, eso que define al ser humano como ser para la recreación; esa dimensión y voluptuosidad del futuro, para decirlo al bello modo como Nietzsche explicita el horizonte de la tercera metamorfosis del espíritu; todo ello queda seria y profundamente conmovido, conmocionado, a partir de ese dato factual de nuestra época que constituye la amenaza nuclear. La posibilidad de que no haya en absoluto más humanidad abre la reflexión sobre la existencia a un nivel mucho más hondo que aquel -relacionado con la muerte individual- en donde quedó confinado por los excelentes análisis al respecto de Heidegger en Ser y tiempo.

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