Tribuna:

Ese dolor

Pocas veces se recibe un cariño tan delicado como cuando se es víctíma del dolor de cabeza. Quienes no padecen este mal no saben lo que se pierden. Cualquier dolor invita a la condolencia, pero cada uno instaura entre el doliente y su asistente la marca del órgano que clama. No ha de ser lo mismo, por tanto, entrar en la compañía de un dolor de muelas, donde Dios sabe qué subproductos se hospedan, que compartir una queja del cráneo, noble guardián de tegumentos finísimos donde, por su misma labilidad, ha de residir el alma.Tiene alguien perjudicado el hígado y le duele (acaso de tanto alcohol)...

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Pocas veces se recibe un cariño tan delicado como cuando se es víctíma del dolor de cabeza. Quienes no padecen este mal no saben lo que se pierden. Cualquier dolor invita a la condolencia, pero cada uno instaura entre el doliente y su asistente la marca del órgano que clama. No ha de ser lo mismo, por tanto, entrar en la compañía de un dolor de muelas, donde Dios sabe qué subproductos se hospedan, que compartir una queja del cráneo, noble guardián de tegumentos finísimos donde, por su misma labilidad, ha de residir el alma.Tiene alguien perjudicado el hígado y le duele (acaso de tanto alcohol), tiene alguien destrozada la red bronquial y lo asfixia (acaso de tanto alquitrán); pero siente uno dolor de cabeza y será probablemente de tanto pensamiento. Las muchas preocupaciones -signo de prestigio- llenan la cabeza hasta el dolor. No basta atribuir estos desarreglos tan sólo a las tensiones. También la tensión produce úlcera de estómago y no es lo mismo. La úlcera es una maceración salaz y quizá sangrante. Nada similar a la limpieza de un dolor de cabeza en el que la víctima es en sí pura, sin estigma.

VICENTE VERDÚ

MORCILLO, Aranjuez

Silencio, tinieblas, soledad. De ese dolor hermético está excluído todo el mundo. Que se callen, que se vayan, que apaguen la luz. El único alivio para ese dolor es la abolición del cosmos. Más allá de él todo ha de ser negado. Que no exista nada ni nadie. Que se desamueble el paisaje doméstico, urbano, laboral y sus contornos. Sólo existo yo albergando mi dolor en un horizonte sin sonido ni fronteras. Todo ser que nos rodea sabe que cuanto necesitamos de él es su ausencia. Cualquier intento de sigilo, todo amago de caricia es desmesura. ¿Qué hacen entonces los que nos aman? Sólo nos miran con los más extremos recursos de su. ternura. Están a salvo de todo contagio, rechazados como partícipes de la enfermedad. No enferman. Y si padecen, su única colaboración consiste en hacer que les duela su salud, acción que secretamente les complace. No existe pues una solidaridad más lucida. En silencio, en la oscuridad, en la ausencia, el dolor se trasforma en un amor trasparente. Apenas sin tara, sin apenas precio.

No se entiende, en fin, cómo podrían jactarse alguna vez los privados de cefaleas.

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