Editorial:

La gota de agua

PARECE DIFÍCIL convencer al ciudadano de que el agua es un líquido precioso y que se acaba; sobre todo, que depende de él que la situación de penuria se mitigue, que el reparto de lo escaso sea eficaz y que podamos esperar la humedad. El hombre y la mujer del campo saben de siempre lo que vale el agua, y desde hace años sufren directamente su escasez. Gran parte de las generaciones que comparten hoy la vida en las grandes ciudades españolas no han conocido las épocas de grandes restricciones de agua (que se completaban con las de electricidad producida por la fuerza hidráulica) de las sequías ...

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PARECE DIFÍCIL convencer al ciudadano de que el agua es un líquido precioso y que se acaba; sobre todo, que depende de él que la situación de penuria se mitigue, que el reparto de lo escaso sea eficaz y que podamos esperar la humedad. El hombre y la mujer del campo saben de siempre lo que vale el agua, y desde hace años sufren directamente su escasez. Gran parte de las generaciones que comparten hoy la vida en las grandes ciudades españolas no han conocido las épocas de grandes restricciones de agua (que se completaban con las de electricidad producida por la fuerza hidráulica) de las sequías de la posguerra. Viven a chorro abierto. Una forma de civilización ha multiplicado los cuartos de baño y las grandes devoradoras de agua que son las máquinas lavavajillas y lavarropas, consideradas en la mitología publicitaria y en la realidad cotidiana como elementos de liberación de un trabajo que ha entrado directamente en la categoría de maldito. Simultáneamente, una huida del medio rural ha multiplicado las poblaciones de las grandes ciudades. La política hidráulica del consumo urbano ha ido siempre por detrás de los crecimientos (lo mismo puede decirse de la política hidráulica en general), y un período grave como éste, que los expertos consideran como la secuencia de sequía más larga que se conoce en los últimos 120 años, puede producir una situación límite.Lo que se pide ahora a las ciudades para su propia defensa no parece tan grave. El decálogo de las recomendaciones no es excesivo; más que un sacrificio, requiere simplemente una reducción del despilfarro. Pero el despilfarro parece formar parte de la idiosincrasia del español contemporáneo, que ha desoído sucesivamente recomendaciones de austeridad en otros consumos que parecían imprescindibles para una cierta conservación económica de la nación. El despilfarro se ha convertido en una categoría social, en una especie de señorío sobre los demás, al que nadie quiere renunciar. El modelo de sociedad de consumo entró aquí de mala manera, y cuando en otros países está cediendo terreno poco a poco en razón de unas nociones nuevas de la situación actual, aquí se mantiene. La frase según la cual estamos viviendo por encima de nuestros medios posibles se repite hasta la saciedad y se aplica a la comunidad entera, a sus partes y a sus individuos: sólo parece alcanzar a aquellos que ya no tienen ni medios para vivir sobre ellos. Seguimos depositando en el padre-Estado la responsabilidad -y, en todo caso, la culpabilidad- de no dejamos permanecer en nuestro bienestar, al que confundimos deliberadamente con el despilfarro.

Cuando esto se refiere al agua, elemento aún barato y dispensado sin límites por un número abundante de grifos en cada hogar, el desapego parece mucho mayor. Como si no nos concerniera. Nos desprendemos del estiaje en las ciudades con un gesto de desdén y con la antigua picaresca insolidaria de que ya se encargarán los otros de ahorrar. Nuestra gota de agua no nos parece significativa. Que ahorren ellos.

La solicitud a las poblaciones urbanas de que ahorren agua mediante el leve sistema de no despilfarrarla, de renunciar a la actitud de no reconocerla como algo valioso y escaso es una prueba. Puede demostrar que un cierto espíritu cívico que viene poco a poco rehaciéndose en España, y que ha presentado aspectos positivos en algunas fechas, es capaz de recuperar también algunas nociones primarias de solidaridad y de defensa propia. Si esa prueba fracasa, vendrán las sanciones y las restricciones. Podría hacerse una metáfora fácil en tomo a la necesidad de la propia limitación y del civismo en general frente a las soluciones autoritarias, pero dejemos el asunto donde está: en el agua.

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Todo ello sin olvidar el derecho a exigir un refuerzo previsor, rápido y activo de la política hidráulica. Cada año se plantea la sequía como un hecho excepcional y se acude a estadísticas para mostrarlo. Más valdría saber que la excepción es una regla, que la sequía pertenece a las condiciones climatológicas y geográficas de nuestro país desde la antigüedad (y las variaciones de clima no la mitigan, sino al contrario) y que hay también un enorme despilfarro de agua de lluvia en las temporadas húmedas, mal recogida, mal embalsada y mal canalizada. Pero no parece sensato castigar ahora a las sucesivas gobernaciones del país, por no haber sabido atesorar el agua, con un encogimiento de hombros y la práctica íntima del despilfarro elegante y superior. Nuestra gota de agua también cuenta.

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