Tribuna:

Antonio, de L'Hospitalet

La noticia apareció hace dos días, a una columna: un niño, casi un bebé, ha muerto a mano de sus padres, de golpes y desnutrición.A los dos años, que es la edad a la que le han hecho morir, Antonio lo sabía ya todo sobre la brutalidad humana. El conocimiento no le había llegado, como a nosotros, que hemos tenido la oportunidad de crecer hasta convertirnos en adultos, por la vía de la información. Antonio carecía de referencias objetivas sobre el mal. No había podido enterarse poco a poco, primero a través de imágenes servidas a domicilio, luego gracias a los periódicos, de que en el mundo en d...

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La noticia apareció hace dos días, a una columna: un niño, casi un bebé, ha muerto a mano de sus padres, de golpes y desnutrición.A los dos años, que es la edad a la que le han hecho morir, Antonio lo sabía ya todo sobre la brutalidad humana. El conocimiento no le había llegado, como a nosotros, que hemos tenido la oportunidad de crecer hasta convertirnos en adultos, por la vía de la información. Antonio carecía de referencias objetivas sobre el mal. No había podido enterarse poco a poco, primero a través de imágenes servidas a domicilio, luego gracias a los periódicos, de que en el mundo en donde nos ha tocado vivir se cultivan cotidianamente, casi tediosamente, nociones como misiles, napalm, neutrones, tortura, hambre, subdesarrollo, fusilamientos en masa, ejecuciones en frío, crímenes por avaricia y asesinatos por amor.

Antonio no había tenido tiempo de aprender que los titulares de primera página -y, con frecuencia, también los interiores- no chorrean tinta, sino sangre, sangre que se derrama a ritmo lento, como en un ínfimo spaghetti-western, y que gran parte de los telediarios hiede a violencia y dolor.

Antonio había aprendido la maldad ajena a costa de su pequeño, martirizado cuerpo, ese cuerpo que era la cartilla en donde sus padres -de alguna forma habrá que llamarlos- escribían los palotes de su vida, de su incapacidad, de su ignorancia y, quizá, también de su perversidad. Hay quien pierde y quien gana en este mundo. Quien nace en Guatemala o en Eritrea, y hay que joderse. Antonio, de L'Hospitalet, simplemente nació de malnacidos.

Lo que me duele de este Antonio, que descansa por fin a sus dos años, es que nunca sabrá que había también bondad más allá de su parvulario de muerte. Lo que me hiere de esta noticia de sucesos que ha pasado inadvertida entre crímenes de marqueses y rigodones de presidentes, es que a Antonio, de L'Hospitalet, que duerme para siempre metidito en su pijama azul, ni siquiera le han dado el tiempo indispensable para saber todo el bien que no tuvo. Y se ha ido creyendo que la vida era sólo el infierno.

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