Tribuna:El asno de Buridán

Epístola a los culiparlantes

Hace 23 siglos, sobre poco más o menos, un filósofo ateniense discurrió sobre la política, ciencia que entendió como la más elevada y eminente y guiadora de cualquier otra y a la que quedaban necesaria y naturalmente subordinadas las demás facultades: la estrategia, la economía o la retórica, pongamos por caso. En consecuencia, el hombre fue entendido como un zoon politikon cuyo bien no puede rastrearse sino en la medida en que queda englobado y arropado por ese bien de todos que la disciplina política debe atender.Ningún lector curioso ignora que esas palabras sublimes y bellísimas del...

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Hace 23 siglos, sobre poco más o menos, un filósofo ateniense discurrió sobre la política, ciencia que entendió como la más elevada y eminente y guiadora de cualquier otra y a la que quedaban necesaria y naturalmente subordinadas las demás facultades: la estrategia, la economía o la retórica, pongamos por caso. En consecuencia, el hombre fue entendido como un zoon politikon cuyo bien no puede rastrearse sino en la medida en que queda englobado y arropado por ese bien de todos que la disciplina política debe atender.Ningún lector curioso ignora que esas palabras sublimes y bellísimas del autor de la Ética a Nicomaco se refieren al marco de la polis griega, en la que la actividad política discurre, como tantos otros oficios del ciudadano, por cauces y senderos difíciles hoy de recrear y seguir. Lo que un griego entendía por política no se identifica con el fenómeno del mismo nombre que ahora nos preocupa, si no acudimos a una violenta y deformadora extensión de las nociones y sus nominaciones. Quizá fuera saludable plantearse el tema de si la tesis aristotélica de la excelencia de la política puede sostenerse hoy con la misma firmeza sin que nos suba el rubor a la cara.

En la más pura abstracción, la naturaleza política del hombre debería justificar, incluso con holgura, toda virtud en tal sentido y al margen de cualquier relativismo histórico o sociológico. Pero no es el suceso en sí de la necesidad política lo que ahora me preocupa, sino la empírica labor de constatación de los resultados a que conduce o puede conducir esa pretendida práctica sublime. El hecho de que la política deba medirse por el rasero que nos señalan los hombres a ella dedicados, es algo que obviamente resulta difícil de no admitir, y nuestra política de ahora, de estos precisos momentos, no escapa a tal suerte de supuestos. Es doloroso tener que admitir la conclusión, no por conocida menos estremecedora, de que la anhelada vía de acceso al supremo bien, que Aristóteles incluso negaba a los jóvenes en edad o carácter, haya acabado convirtiéndose en el reino de los mediocres.

Existen, sin duda alguna, argumentos suficientes para explicarnos el porqué de esta situación, y para ello bastaría con acudir a la memoria colectiva de los penúltimos españoles. Nadie educado a la sombra de asignaturas como la Formación política que padecieron quienes hoy ocupan los escaños en las dos cámaras, alta y baja, puede escapar incólume a la experiencia, es cierto, pero la consideración de ese evidente y casi traumático acontecimiento tan sólo podría satisfacer a los historiadores anclados en la radicalidad del academicismo, puesto que siempre cabe preguntarse sobre el motivo de la fosilización de esos esquemas por los que transcurre, diríase que inevitablemente, todo nuestro juego parlamentario. La patética expresión de "culiparlante" define bien cuál es la calidad de nuestros (teóricamente) más excelsos ciudadanos. Me imagino que sería tan excesivo como ingenuo el pretender que las sucesivas oleadas de culiparlantes entretuvieran sus ocios entre votación y votación leyendo la filosofía griega, pero, de hacerlo así, quizá pudiera suceder que les asaltaren los curiosos deseos de averiguar qué rara actividad intelectual era aquella a la que nuestros antepasados se referían cuando hablaban de política.

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Nuestra política de hoy consiste, fundamentalmente, en inspeccionar, fiscalizar, intervenir, dominar y mandar ese aparato de poder al que llamamos partido y que, de cuando en cuando, recibe las bendiciones populares. No hay una cadena de transmisión capaz de enlazar la voluntad del ciudadano con el locus en que pretendidamente puede controlarse al Gobierno, quizá porque los mecanismos asamblearios originales resultan hoy inviables. Ni siquiera puede sugerirse, aun tímidamente, a los partidos, cuáles de sus candidatos viven y perviven huérfanos del favor popular, ya que el sabio sistema de las listas cerradas nos lo impide. En ocasiones se produce algún que otro roce cuando la lucha interna por los resortes del partido tropieza con la imagen pública que se pretende vender. Entonces es cuando aparece la verdadera ley de las virtudes políticas de nuestros días: cuando surge la figura del líder capaz de conseguir que se silencien los gritos destemplados y, aún mejor, que se acallen los rumores arteros. Jamás fue tan cierto el principio de que no existe lo que no se conoce.

En estos días la fiesta se extiende a las elecciones parlamentarias de no pocos rincones españoles que van a estrenar sus foros locales. Con mi mejor respeto hacia las nuevas generaciones de culiparlantes que hemos de ungir entre todos, me atrevería a proponer una nueva fórmula que fuera capaz de rescatar el juego democrático del turbio pozo de aburrimiento y manipulación en el que anda metido. Por supuesto que ignoro cuál haya de ser esa fórmula, pero pienso que aun así me asiste el derecho de exigirla. Por si sirve de algo, aquí va la sugerencia de una posible pista, rastreable en los clásicos más ilustres: subordinar la estrategia, la economía y la retórica a la actividad política. Y exigir a los aprendices de político que se decidan de una buena vez a ejercer su oficio sin abdicar de sus glorias ni de sus servidumbres, que de todo hay en la viña del Señor. © Camilo José Cela 1983.

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