Tribuna:

Los niños

Lo que sucede en Occidente desde hace veinte años no es más que una explosión de vitaminas en cadena, el efecto retardado del pelargón. Cuando la depauperada generación de posguerra alcanzó el don de la paternidad, por pura reacción cayó en la trampa de alimentar a sus hijos en exceso. Cebó los cuerpos de los recién nacidos con calcio, fosfato, hierro y magnesio; los cargó, con demasiado candor, de complejos energéticos altamente inflamables. Después hubo que atenerse a las consecuencias. A causa de ello, en un movimiento uniformemente acelerado hacia atrás, en la década de, los sesenta sobrev...

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Lo que sucede en Occidente desde hace veinte años no es más que una explosión de vitaminas en cadena, el efecto retardado del pelargón. Cuando la depauperada generación de posguerra alcanzó el don de la paternidad, por pura reacción cayó en la trampa de alimentar a sus hijos en exceso. Cebó los cuerpos de los recién nacidos con calcio, fosfato, hierro y magnesio; los cargó, con demasiado candor, de complejos energéticos altamente inflamables. Después hubo que atenerse a las consecuencias. A causa de ello, en un movimiento uniformemente acelerado hacia atrás, en la década de, los sesenta sobrevino la rebelión de la juventud; en la década de los setenta se produjo la estampida de la adolescencia, y ahora, nuestra vida se encuentra a merced de la infancia. Los niños de hoy, que ya no distinguen la biología de la técnica, e ignoran que una gallina o una colifor están ahí por un proceso distinto al de un televisor o un automóvil, se han apoderado de todo, hasta alcanzar también el palacio de La Moncloa.La noche en que se expropió a Rumasa hubo un Consejo de Ministros muy caliente. El Gobierno se encontraba reunido en un cable de alta tensión, y en ese momento llegaban del Banco de España nuevos datos del desastre de la empresa. El poder tenía la cuchilla dramáticamente levantada y algunos ministros aún dudaban. Entonces se entreabrió la puerta del Consejo, la hija del presidente metió la cabeza y preguntó:

-Papá, ¿puedo entrar?

Los ministros más vacilantes se relajaron, cogieron a la niña en brazos y a renglón seguido, entre caricias infantiles, la guillotina cayó sin apelación sobre el cuello de la abeja. El palacio de La Moncloa se ha convertido en un lugar de visita para los colegios. Algunas mañanas llega un autobús cargado de enanitos, al mando de un profesor, que les enseña las dependencias. Los niños tornan al asalto el desierto despacho del Consejo, se encaraman en las poltronas y gritan: "¡Me pido ser ministro del Interior! ¡Bang, bang!". Es la rebelión de las vitaminas, el efecto retardado del pelargón. Con los terribles niños de ahora hay que hacer lo de Tierno Galván: coger la flauta de Harne1n y llevárselos a todos a ver el oso panda. A lo mejor, con eso, estos queridos enanitos se calman de una vez.

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