Tribuna:

A la sombra del manzano

"En Sils-Maria, a 6.000 pies sobre el nivel del mar y mucho más alto todavía sobre los asuntos humanos...". En esta declaración de Nietzsche acerca del lugar donde escribe, donde crea, del Sinaí donde rompe tablas de valores, leemos que las ideas, la inspiración creadora, vienen con el aire fresco; que el rompimiento se hace posible con la vacación, dejando lejos los negocios, quehaceres y urgencias, fuera de las fechas laborables y desenfundándose del propio quehacer y profesión. Es algo que sin dificultad se admite para quienes por quehacer tienen justo no tenerlo, sino, sencillamente y de s...

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"En Sils-Maria, a 6.000 pies sobre el nivel del mar y mucho más alto todavía sobre los asuntos humanos...". En esta declaración de Nietzsche acerca del lugar donde escribe, donde crea, del Sinaí donde rompe tablas de valores, leemos que las ideas, la inspiración creadora, vienen con el aire fresco; que el rompimiento se hace posible con la vacación, dejando lejos los negocios, quehaceres y urgencias, fuera de las fechas laborables y desenfundándose del propio quehacer y profesión. Es algo que sin dificultad se admite para quienes por quehacer tienen justo no tenerlo, sino, sencillamente y de sorpresa en sorpresa, crear: compositores, pintores, novelistas, poetas... Mucho menos se admite, más bien se omite, cuando de la generación de ideas filosóficas o de hipótesis científicas se trata. Su natural escena de alumbramiento se imagina ser la biblioteca, el laboratorio, el gabinete de estudio o el debate con los colegas. El principio de que la epistemología se interesa tan sólo por el contexto de justificación de los enunciados científicos, y no por su contexto de invención o descubrimiento, relega a éste a la vida privada del investigador y ha tenido, encima, el efecto de relegar en el subdesarrollo a la psicología y a la lógica del hallazgo en el proceso de conocimiento. No sabemos mucho, pues, de esos momentos de gracia, magníficos, divinos -que diría un griego-, en los que salta la chispa de lo original y nuevo en filosofia, en ciencia o en tecnología.

La experiencia de 'eureka'

Si sostengo que la vacación, el ocio, el aire libre, el campo abierto, el viaje, pueden constituir espacios e instantes propicios para el descubrimiento de hipótesis, de ideas, no es, sin embargo, aprovechándome abusivamente de la extensa ignorancia acerca de las condiciones de tal descubrimiento. Lo sostengo sobre el soporte -no muy ancho, pero sí firme- de algunas piezas empíricas de nuestro saber acerca de los procesos psicológicos de formación de conceptos y de solución de problemas, así como de la experiencia subjetiva clásicamente denominada del "¡ajá!", del comprender repentino, del relámpago iluminador, del súbito caer en la cuenta, del eureka de Arquímedes en el baño -en un momento de ocio, por cierto-. Las investigaciones experimentales coinciden todas en concluir que el hallazgo afortunado y la inspiración productiva no vienen de la nada y están preparados por laboriosos períodos de paciente recogida de información, de análisis metódico, de escrutinio crítico de las soluciones tradicionales, de bosquejo y tanteo simbólico de las alternativas. Casi todas ellas concuerdan también, sin embargo, en que la experiencia del "¡ajá!" sobreviene de manera imprevista, ocasional, como al azar inducida y a menudo extramuros del marco habitual de trabajo del científico o del pensador, es decir, en situación experimental del solucionador del problema. Al lado de la de Arquímedes, otra estampa de leyenda biográfica que escenifica la circunstancia del eureka es la de Newton bajo las ramas de un manzano, abriendo los ojos sobre el principio de la gravitación universal. Si la enseñanza de estas leyendas llega, como espero, a mostrarse cierta, los Ministerios de Investigación y de Cultura habrán de crear becas para que los científicos, consagrados o potenciales, tomen sus baños en alguna isla del Egeo o simplemente tomen la sombra y el aire bajo la copa del árbol de su predilección.El tiempo sabático

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Siempre ha debido de ser difícil dar a luz la novedad, la originalidad, desde las condiciones ordinarias de existencia dentro del calendario laboral. Para los intelectuales, profesores, científicos y filósofos de oficio, la dficultad ha crecido en nuestros días. De octubre a junio, su oficio se ha mudado en una carrera contra el reloj, en la que para desayunar ultiman el artículo urgente, a media mañana dictan clases, a la hora del café se reúnen con los colaboradores inmediatos, al caer la tarde cae también la consabida conferencia, y sólo bien entrada ya la noche queda algún rato para leer, para mantenerse al día pasablemente informado. Bajo semejante régimen de autómatas, resulta harto improbable que surja una sola idea de verdad inédita, una reflexión sustancialmente radical o el barrunto de un diseño de experimentación realmente innovador que no se limite a duplicar y replicar hasta el infinito aburrimiento lo que otros, con mejor tino e imaginación, escudriñaron mucho antes. Frente a la mera reproducción y comunicación, que ellas sí pueden sujetarse a un horario y calendario laboral, mientras persistan las condiciones referidas, la. verdadera creación intelectual y científica en su fase final, la del eureka, va a depender cada vez más del descanso veraniego, del ocio de los investigadores, de sus sábados o, mejor todavía, de sus años sabáticos. Estos paréntesis de apartamiento del negocio académico, intelectual, investigador, justo por ser momentos en discontinuidad con lo cotidiano, pueden llegar a ser los más fértiles para operaciones de romper con los prejuicios ideológicos, con la ciencia recibida. o con los métodos sancionados.

La ética estival

No sólo para la razón teórica, asimismo para la razón práctica, cabe aguardar mucho de la estrategia sabática que estoy preconizando. El pasado verano, José Luis Aranguren se aplicaba a filosóficas reflexiones sobre y para "una concepción (f)estival de la moral". La (f) entre paréntesis sirve al juego de acercar lo festivo y lo estival, cuya convergencia delinea una ética no ya del deber o de lo necesario, sino del ocio, de la fiesta y de lo gratuito. Trasladando a este otro terreno nuestras consideraciones anteriores, podemos entender muy bien ahora que desde la vida ordinaria, desde la experiencia de los días de trabajo, se hayan elaborado morales de la norma, del imperativo categórico, de la virtud y de la conducta recta. Frente a ellas, desde la experiencia del sábado y de la vacación, la moral que puede originarse lo será de la existencia feliz, de la buena y deseable vida. En el enfoque que he adoptado, el ocio, el tiempo sabático aparece no como contenido o tema de la moral, sino, mucho antes, como método, como disposición estratégicamente oportuna para el ejercicio de la reflexión ética, de la racionalidad práctica.

La indiferencia ignaciana

Digo lo mismo, en fin, de la práctica efectiva, y no sólo del discurso moral. Un buen mes de genuinas vacaciones puede ser para la moral real, para el estilo de vida, tan contundente y subversivo como Ignacio de Loyola ideó que lo fueran sus ejercicios espirítuales, que también habían de durar cuatro semanas. El gran racionalista práctico que era san Ignacio comprendió que el cambio profundo no puede darse dentro del trajín de las ocupaciones habituales y requiere ser suscitado en un tiempo discontinuo, de ocio, y no de negocio. En un siglo en que todo se seculariza, la versión secular de los ejercicios ignacianos puede constituirla el mes sabático de vacaciones. Igual que se recomienda en las instrucciones y comentarios de los ejercicios, no debería usted adoptar resoluciones importantes en cualquier momento del año, sino reservarlas para la cuarta semana de ejercitación vacacional. Cambie usted de conversación, de amigas y amigos, no vea telediarios, no lea los periódicos o tómese con ellos la pequeña distancia histórica de verlos dos días después, siga las huellas de la relajación newtoniana al pie de algún frutal o ascienda 6.000 pies sobre el nivel del mar en la cima más próxima accesible. Al cabo de cuatro semanas alcanzará el estado de gracia de una indiferencia ignaciana -o budista, como usted prefiera- acerca de la mayoría de los negocios y de las obligaciones, del dinero y del mañana, de las impertinencias del jefe y de las mezquindades de los iguales.

No entro en detalle de los positivos contenidos particulares que la pausa veraniega le pueda sugerir. Unicamente voy a resaltar la avasalladora potencia crítica que la interrupción de vacaciones puede desarrollar como instancia de ruptura frente a los más reverendos valores. De todos los valores y deberes tan meritoria y esforzadamente atendidos durante el año, tras veinte días de ocio crítico, de disolución en el agua regia del método sabático, apenas quedarán a flote más que dos o tres fragmentos con visos de valer aún la pena del esfuerzo: un inmenso respeto a la vida, a toda la vida, y a la universal aspiración de los vivientes hacia lo deseable; una entrañable y operante solidaridad con todos los torturados y humillados. En el descanso, en el ocio, hay también método; y éste es capaz no sólo de engendrar sus propios y específicos contenidos morales, alrededor del tema núcleo de la vida feliz o deseable, sino también de adjuntar acotaciones críticas que pongan en su sitio, más arriba o más abajo, numerosos temas de otras éticas tan respetables como las del deber, de la virtud, de la racionalidad, del contrato social, de la responsabilidad histórica, de la reciprocidad con el prójimo o de la rebeldía inacallable frente a los allánamientos de la persona humana.

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