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PCE: la normalización

Don Miguel de Unamuno puso nombre al desastre de Annual, en razón de su proximidad a la simbólica fiesta de Santiago Matamoros. Un rótulo algo abrupto, pero que quizá merezca ser desenterrado para designar el último episodio de la crisis del PCE. Resalta la primacía indiscutible del protagonista en el acontecimiento. Evoca de nuevo un desastre, ahora el de Andalucía, que coloca a dicho partido en la senda de la marginación y del empequeñecimiento progresivos que antes recorrieran otros pecés europeos. Y, sobre todo, suena a espantada, a. sanjurjada, recoge bien el componente espe...

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Don Miguel de Unamuno puso nombre al desastre de Annual, en razón de su proximidad a la simbólica fiesta de Santiago Matamoros. Un rótulo algo abrupto, pero que quizá merezca ser desenterrado para designar el último episodio de la crisis del PCE. Resalta la primacía indiscutible del protagonista en el acontecimiento. Evoca de nuevo un desastre, ahora el de Andalucía, que coloca a dicho partido en la senda de la marginación y del empequeñecimiento progresivos que antes recorrieran otros pecés europeos. Y, sobre todo, suena a espantada, a. sanjurjada, recoge bien el componente esperpéntico en que tan ricos han sido los sucesos de los últimos días. Destaquemos el nuevo concepto de dimisión responsable, frente a la irrevocable, de verdad, tal vez reservada a los insensatos. O la deliciosa jerarquía de los llamamientos a retirar la dimisión del ejecutivo, con Carrillo en el primer punto del escrito, Sartorius en el noveno y Camacho en el décimo. Por no hablar de la alusión radiofónica del secretario general a la renovación que impera en los órganos gestores de su partido, ni de las puertas abiertas para el regreso de los que quieran gozar en silencio ,del monolitismo ambiente.Y sobre todo, ahí está la estupenda pirueta que hace posible saltar por encima de la reflexión sobre el fracaso andaluz, tapando las iniciativas críticas con el espantajo de una dimisión que, Carrillo lo sabe, sus fieles. no van a sancionar. La cuerda se ha cerrado una vuelta irnás: Andalucía pasa a segundo plano, Sartorius y Camacho pierden el clásico escalón de las normalízaciones comunistas y, por últirno, en nombre del X Congreso toda discrepancia queda ahogada mediante la corresponsabilidad de Ciara al exterior. Por supuesto, ello resulta costoso ante la opinión pública. Pero a Carrillo esto no parece preocuparle. Si las cosas van mal, volverá a la profesión de periodista, que abandonara a los dieciocho años, y escribirá varios libros.

Más angustiosa resulta la situación del partido comunista. Como advertía Sartorius, todas las, luces rojas llevan tiempo encendidas. La militancia, en caída libre, como el electorado. El área de influencia, desgarrada entre prosoviéticos, oficialistas y residuos renovadores. En particular, desde una perspectiva eurocomunista, destaca la conciencia de que los fracasos aparecen ya como irreversibles. Se han perdido las esperanzas de capitalizar en la democracia aquella capacidad de actuación política mostrada en la oposición al franquismo. Ni dentro ni fuera del partido hubo ruptura democrática. El lastre estaliniano sigue ahí, lo mismo que el estrangulamiento obrerista, tan vivo, y por fortuna tan fracasado, en la campaña andaluza. En fin, a modo de correlato interno de la revolución pasiva sufrida por el país en la transición democrática, la vieja dirección, con Carrillo a la cabeza, bloquea toda perspectiva de cambio desde dentro y suscita uno tras otro, con increíble precisión, los supuestos que invalidan la propia propuesta eurocomunista, haciendo irreversible el proceso de desintegración del partido.

La quiebra del comunismo democrático

Uno de los temas centrales de los renovadores fue "el partido de nuevo tipo". Era una propuesta a dos bandas. Por un lado, tendía a superar el visible desa uste entre partido y sociedad civil, encontrando modos de articulación con nuevos problemas e impulsos sociales (desde el movimiento ciudadano al feminismo o al ecologismo). Por otro, suponía resolver la contradicción entre un proyecto político basado en el socialismo como realización de la democracia, y la persistencia de formas orgánicas heredadas de la era estalinista. No se trataba simplerridríte de eliminar el centralismo democrático, molde que hasta fines de los años veinte había sido compatible con un intenso debate, incluso tras la famosa prohibición de las fracciones, sino de reconocer su historicidad y apreciar que el funcionamiento de lospartidos comunistasseguía siendo ante todo heredero de la coagulación estaliniana.

Los rasgos de ésta son conocidos: dirigentes eternos, sacralizados (sobre todo, ese secretario general perpetuo, heredero directo del gran timonel), debate político restringido a una cúpula que veda toda información real a los niveles inferiores, burocratización, conversión de los momentos democráticos en rituales legitimadores de la cooptación. Además, los ejemplos aún recientes de la normalización del PC checo y del repliegue del PC francés a partir de 1977 venían a demostrar que, desde el molde orgánico tradicional, cabía siempre una recuperación de los comportamientos regresivos.

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Cambiar al partido se había convertido así en una tarea urgente, tanto para preservar el potencial político de la lucha de los comunistas españoles por la democracia como para evitar el retorno de un pasado que las profesiones de fe eurocomunistas cada vez ocultaban peor. Los signos de alarma se sucedían, desde los ángulos más diversos. El V Congreso del PSUC reveló la ausencia real de proyección interna del eurocomunismo, dejando el campo libre a la persistencia del prosovietismo en una militancia de muy corta cultura política. Todo el mundo pudo seguir los zigzags políticos trazados por la exclusiva voluntad del jefe, sin la menor sombra de autocrítica, aun después de equivocaciones tales como la boda política Suárez-Felipe, anunciada a bombo y platillo en las elecciones de 1979. Una mezcla de incompetencia y recelo presidió el enfoque de la crisis de militancia de sectores profesionales e intelectuales. Aquí y allá surgieron chispazos aparentemente disparatados, como el culto prestado en Mundo Obrero a figuras como Kim Il Sung, Ceaucescu o al régimen iraquí, por no hablar de aquella reveladora intervención de Ignacio Gallego en un programa de La clave sobre Yugoslavia aplastando en nombre de la democracia socialista a un pobre disidente serbio que esperaba encontrar un euro defensor de los derechos civiles.

Las piezas dispersas del rompecabezas encajaron, diríamos que dramáticamente, en el debate congresual de 1981. Aunque nadie sospechaba que la distancia fuera tanta, cuando renovadores y comunistas vascos planteamos a fines de 1980 algo obvio, que la política eurocomunista requería un partido eurocomunista. Por el momento, abiertamente frente a unos pocos que todavía con timidez proclamaban que eurocomunismo era política externa eurocomunista hecha desde el partido de siempre. Claro que las cuentas estaban ya echadas en la mayoría silenciosa del aparato. La secuencia posterior es de sobra conocida, y acaban de contarla dos periodistas en un librito, Los herejes del PCE: cada propuesta o movimiento de cambio suscita una réplica más dura.

Tras el X Congreso comenzó a conjugarse en serio el verbo machacar. Como en los viejos tiempos, un partido comunista en crisis de militancia e influencia social recuperaba la seguridad al proclamarse partido de clase y vanguardia, y con la depuración interna. Descubriendo dramáticamente la pobreza del propio juego, Carrillo definió entonces el eurocomunismo restrictivamente, por circunstancias de tiempo y lugar como la fórmula comunista para estos momentos y rincón geográfico, mientras regresaban uno tras otro los tópicos de antaño: el "pantano de la socialdemocracia", la tradición de octubre de 1917, incluso larva damente el "movimiento comunis ta internacional", del que nuestro PCE se dice componente independiente y crítico. Sólo faltaba el sin dicato como correa de transmisión, pero, al parecer, también esto vuelve ya. Y, por encima de todo, la fórmula sagrada del partido de siempre, suprimidas las ten dencias de opinión como fracciones, monolítico en su funcionamiento, renunciando los militantes a toda expresión discordante en el exterior del partido y sin posibilidad de que nadie en las grandes opciones discrepe de las que el se cretario general va haciendo regis trar por los órganos de dirección. No en vano es este el contenido básico de la última resolución, aparentemente conciliadora, del ejecutivo comunista en la crisis Camacho-Sartorius. Utilizando la vieja fórmula, una cosa queda clara: la democracia interna es aplastada; el aparato y su secretario general triunfan, ya sin la menor sombra de disidencia.

Pero triunfan, ¿sobre quién? Porque entre 1968 y 1980 el PCE ha roto demasiados cables con el pasado (léase URSS), y es hoy en exceso débil para emprender un repliegue a la francesa. El PSOE no le necesita, según pudo verse en Andalucía. Y el curso completo de normalización y de retorno a las fuentes dictado en los últimos meses por Carrillo, epílogo incluido, contiene datos suficientes para cuestionar la sinceridad de su comunismo democrático. No es ilícito pensar que quien así manipula las reglas. de la democracia interna en su partido, llegando incluso a poner la carreta de la cuestión personal por delante de los bueyes del debate sobre el desastre andaluz, sin desdeñar la forma suprema coactiva que es la dimisión táctica para acallar la oposición y cerrar filas, haría otro tanto con el sistema político en el caso de alcanzar el poder. Su eurocomunismo se reduce así a simple etiqueta, sin la capacidad movilizadora del viejo mito soviético y vaciada de contenido democrático. Más allá de un respaldo al orden constitucional que proporciona por sí solo, ycon más medios, el partido socialista.

Golpe decisivo

Es, pensamos y quisiérarrios errar, el principio del fin para el PCE como fuerza política efectiva. Mirando al pasado, la dilapidación de un potencial político acumulado bajo el franquismo, y un golpe decisivo, por lo menos a corto plazo, a las perspectivas de configurar una izquierda realmente socialista en España. Pero, por otra parte, lo ocurrido nada tiene de extraño a la luz de las experiencias acumuladas en la historia. de los partidos comunistas. Según, hiciera notar en sus memorias para el caso checo Zdenek Mlynar, teórico de la primavera de Praga, la verdadera ingenuidad consistió en querer superar mediante el compromiso y el avance progresivo los obstáculos tradicionales que en la organización del partido se oponían al comunismo reformista.

¿Fin del eurocomunismo? Por lo menos redefinición, y, eso sí, fin de un espejismo. Como en los proyectos de democracia popular de 1944-1947, el eurocomunismo ha sido un nuevo intento fallido de reconciliar socialismo y democracia, de borrar el pecado original leninista de 1917-1919. No han faltado frutos positivos respecto a la crítica del modelo soviético y en el terreno democrático. Pero, tras los repliegues sufridos por el PCF y el PCE, un punto parece claro: el área del comunismo democrático se reduce a la experiencia singular del PC italiano. Lo demás, hoy ya, son meros residuos. Por lo que nos toca, y á la espera de que Carrillo no traslade a CC OO su capacidad de autodestrucción, muy pronto van a quedar apenas unos cargos vitalicios, un censo de militantes envejecido, un mundo de recuerdos y rencores, media docena de diputados y el amigo Kim. Poca cosa para lo que pudo y debió ser.

Antonio Elorza es catedrático de Historia en la Universidad Complutense. Ha sido militante comunista hasta diciembre de 1981.

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