Reportaje:El caso Vila Carbonell / 1

El despotismo del padre y la influencia de la madre predispusieron a los hijos al asesinato

El perro guardián del chalé de la familia Molíns, en Montmeló, a unos veinte kilómetros de Barcelona, comenzó a ladrar a las 21.30 horas en punto del día 9 de octubre, viernes. Ello quería decir que alguien no habitual estaba acercándose a la puerta. Antonia Molíns salió a abrir. El hombre que estaba frente al jardincillo no le era totalmente desconocido: se trataba de Jesús J., el jefe del equipo de la Brigada de Policía Judicial de Zaragoza, encargado de investigar el caso Vilá Carbonell. Antes de saludarle, Antonia no pudo reprimir una mirada al chalé más próximo, en la avenida de Vi...

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El perro guardián del chalé de la familia Molíns, en Montmeló, a unos veinte kilómetros de Barcelona, comenzó a ladrar a las 21.30 horas en punto del día 9 de octubre, viernes. Ello quería decir que alguien no habitual estaba acercándose a la puerta. Antonia Molíns salió a abrir. El hombre que estaba frente al jardincillo no le era totalmente desconocido: se trataba de Jesús J., el jefe del equipo de la Brigada de Policía Judicial de Zaragoza, encargado de investigar el caso Vilá Carbonell. Antes de saludarle, Antonia no pudo reprimir una mirada al chalé más próximo, en la avenida de Vilardebó, de la Ciudad Jardín. Más allá de los pinos y de las enredaderas se entreveía un poco de luz, lo que significaba que Neus Soldevilla, viuda de Juan Vila, y los seis niños estaban en el salón. Sólo faltaría la anciana sirvienta, Inés Carazo, a quien su hijo, estudiante de Medicina, por cierto, había venido a recoger desde Barcelona algunas horas antes.Al resplandor amarillo del farol de la entrada, Antonia Molíns vio una expresión de desánimo en la cara de Jesús J., tan jovial hasta esa noche.

-Señora Molíns: vengo a preguntarle si puede usted hacerse cargo durante unas horas de Dolores y Ana, las niñas más pequeñas de los Vila, porque vamos a detener ahora mismo al resto de la familia.

A Antonia Molíns le temblaron las piernas, pero asintió. El policía le hizo también un lúgubre gesto afirmativo con la cabeza, que podía interpretarse como «confirmado lo que nos temíamos». Unos segundos después, ya en el chalé de los Vila, la figura de Neus Soldevilla aparecía bajo el arco de plantas trepadoras. A sus 38 años era una mujer bien parecida, a pesar de su mirada estrábica y de cierta ambigüedad en sus ademanes.

-Señora Vila: mis compañeros y yo tenemos que detenerla. Sus hijos mayores también vendrán con nosotros. No se preocupe usted por las dos pequeñas; la familia Molíns se ha comprometido a atenderlas.

-¿Detenernos? ¿Por qué?

-Eso lo sabe usted mucho mejor que yo -dijo el policía en voz baja.

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Antonia Molíns entró al chalé. Vio pasar, del brazo de los policías, a Luis y Juan, de diecisiete años, hermanos gemelos. Más allá venía Nieves, de dieciocho.

-Nieves: ¿pero qué ha pasado? ¿Qué va a pasaros?

-A mí creo que no va a pasarme nada que sea muy malo... Yo traté de evitarlo varias veces...

Marisol, de catorce años, estaba sentada en un sofá. Se mordía las uñas, o los dedos, y no decía absolutamente nada.

Camino del coche de la policía, Nieves o Neus Soldevilla, viuda de Vilá Carbonell, tuvo, por segunda vez en su vida, la sensación de que estaba emprendiendo un viaje sin retorno.

Una vaca y un arado, en Vich

Diecinueve años antes, cuando acababa de cumplir dieciocho y estaba embarazada de su hija Nieves, sus tíos la vieron llegar a casa completamente hundida. «Lo de siempre»; habría tenido alguna nueva discusión con Juan, su marido, y es que ellos ya se lo habían dicho mil veces: con el carácter de era imposible que aquello fuera bien, pero, claro, ya era tarde para aconsejar.

Neus se había quedado huérfana de padre y madre a los cinco años, y sus tíos carnales la consideraban simplemente una hija. Cuando la vieron decidida a volver al bar de su marido, se dijeron que era el momento de hacerle una última advertencia: si quería quedarse en casa, ellos seguirían tratándola como una hija; si decidía volver con Juan, «que fuera para siempre». Y sentenciaron ahora, o nunca más. Nieves pensó nunca más, y volvió con su marido.

La verdad es que no estaba muy segura de que Juan fuera mala persona. Tenía un carácter impetuoso, violento; discutía por cualquier cosa y era capaz de emprenderla a puñetazos si se le apretaba un poco. Sin embargo, ¿quién podía acusarle de ser malo? Era uno de los doce hijos de un matrimonio payés que no tenía dónde caerse muerto. Se había pasado la vida, toda la vida, cosechando alfalfa, legumbres y cereales en una parcelita. Estaba en ella el día y la noche, como un poseso. Dormía al aire libre, cerca de la vaca, que era una especie de patrimonio inmediato; de cosecha-para-mañana-mismo De cuando en cuando blasfemaba en catalán, y si el cura o alguien de respeto se lo reprochaba, él decía: «El Deu con el que yo me meto es otro ... ». ¿Malo? ¿A quién podía extrañarle que un hombre a quien dormir en la cama le parecía un lujo tuviese el pellejo duro? ¿Que era muy violento? ¿Más que pasar la guadaña al mediodía? Obsesionado con la idea de subir un escalón, vendió la parcela, puso un bar, y se casó con Neus. Y Neus se fue en uno de los primeros disgustos, pero volvió.

Millones en Granollers

Apenas un año después, Juan Vila había vendido el bar por 270.000 pesetas y se había ido con su mujer y con su hija Nieves a Montmeló, un pueblo cercano en el que hacía falta mano de obra. Después, las impresiones, se confirmaron al ciento por ciento: las grandes factorías comenzaban a desprenderse del cinturón industrial de Barcelona y se instalaban en un segundo cinturón de pueblos, huyendo del impuesto de radicación, para poblaciones de más de 100.000 habitantes. En Granollers, a sólo dos kilómetros de distancia, estaban la casa Camp, una empresa familiar que fabricó primero los jabones Elena, después los jabones Biocoral, más tarde los Colón; y estaban Saula-Gallo, Hispano-Sony... Juan Vila y Neus Soldevila alquilaron un piso. Los obreros se disputaban las casas modestas. Juan pensó que la construcción de primeras viviendas podía ser un buen negocio. Y comenzó a hacer dinero rápidamente: el Ayuntamiento concedía licencias con una sorprendente facilidad, y los pisos se vendían en los trabajos de cimentación. En la primera época, él formaba parte de las cuadrillas de albañiles. Alguien tan acostumbrado a jornadas absolutas no tenía ningún inconveniente en trabajar doce horas en un andamio, o en abofetear a un obrero, o en saltar los dientes a un competidor. Su única preocupación era volver a casa diciendo que todo el mundo trabajaba la mitad que él y que, por tanto, él podía exigir el doble.

A pesar de su encumbramiento social, nunca pudo hacerse un sitio entre la alta burguesía de Granollers. Había cambiado de traje, pero seguía teniendo andares de payés, blasfemaba como en sus años de cosechero, era cada día más agresivo, y sólo ayudaba a aquellos en quienes descubría rasgos de miseria, señales de parcelismo y establo, y sólo a veces le ponía algún giro al viejo párroco de Vich. Nunca participó en las tertulias de la fonda Europa ni terció en las discusiones del mercado callejero de los jueves a pie derecho. Tampoco tenía ningún amigo-amigo, pero tenía colaboradores tan eficaces como el abogado Riquet, gracias a cuyos buenos oficios seguía consiguiendo licencias.

Entre tanto, los chicos iban creciendo. La mayor se empeñaba en estudiar. El, sin embargo, no estaba muy convencido de que los estudios sirviesen para nada; prefería para ellos parcela, vaca, ladrillo y madrugada. Y si se resistían a aceptar el sistema, ya acabarían entrando por el aro. De eso se encargaría él. Su mujer, Neus, parecía resignada a su papel de madre comprensiva, siempre tan dulce y

tan misteriosa: hace apenas quince años le asignaba 15.000 pesetas mensuales para que administrase la casa. Sus quejas parecieron hacerse cada vez más tibias. Quería decirse que él, Juan Vila, estaba de nuevo en lo cierto.

Hace unos diez años, a la vista de alguna de las cicatrices que le habían dejado las reyertas, decidió buscar un arma. Finalmente, un policía municipal le cedió su Star del nueve corto y una heterogénea partida de proyectiles. La guardó en una pequeña caja de caudales. Dos años después, las reglas seguían siendo inflexibles en su casa: los chicos, todos, habían de volver a las seis. Unicamente él estaba autorizado a comer en el salón; el resto de la familia tenía que apañarse en la cocina: los muchachos se agrupaban poco a poco alrededor de Neus.

Su cuenta corriente subía conforme alcanzaban altura los nuevos bloques. Ante los primeros síntomas de escasez de demanda de pisos, eligió la mejor solución: mejorar la calidad de los acabados. Con el cambio de régimen, las cosas se complicaron. Los nuevos ayuntamientos de Granollers y Montmeló revocaron planes de construcción, anularon licencias y denunciaron algunos equipamientos sanitarios. Un día se dijo que ya estaba bien: reclamó un notario, fotografió todos los edificios permitidos a los constructores de la competencia, y que, en su opinión, eran tan censurables como las suyos. Ni su formación ni su ideario alcanzaban para diferenciar, con un libro en la mano, las izquierdas de las derechas. Alguien dijo de él: «Si no hubiese conseguido salir de su parcela de Vich, se habría hecho de la ultra izquierda ». Pero, dado que había conseguido reunir más de doscientos millones de pesetas, se afilió a Fuerza Nueva; puesto que no podía tener amigos, tendría correligionarios. En determinado momento decidió que entre obreros, competidores, lesionados y oprimidos había demasiados convencinos dispuestos a quitarle de enmedio. Entonces consiguió un guardaespaldas.

A finales de los años setenta, Juan Vila era, más o menos, lo que había sido siempre. Ahora tomaba whisky para encenderse, y vallium para apagarse. Neus, en cambio, prefería el Tamplax. Sus vecinos de chalé, los Molins, supieron que en cierta ocasión ella tuvo que recibir tratamiento por medicación excesiva. No fue, ni mucho menos, un intento de suicidio; en todo caso, un intento de llamar algo la atención. A los ojos del pueblo hacía un papel digno y equilibrado. Vestía con una suave elegancia, se sentaba con lentitud al volante de su Ford Granada Diesel, de color gris-verde, y atravesaba sin prisa la plaza de la Corona, de Granollers, para ir a comer con sus hijos el plato combinado número doce de la cafetería El Cisne; siempre pedía un revoltijo de huevos, jamón y alcachofas.

Hace unos ocho años tuvo, más que nunca, la conciencia de estar acorralada. Indagó cerca del abogado Riquet sobre una eventual separación, pero las gestiones no podían prosperar. Vivir junto a su marido era casi imposible, pero se pararse era peligroso. ¿Cómo reaccionaría al enterarse? Todo parecía indicar que, adornada con vestidos blancos de tirantes, zapatos de tacón fino y cruces de oro. Neus había aprendido a caminar sobre el filo de la navaja. Había conseguido también que su voz, siempre tenue, y sus frases, siempre cortas, fueran interpretadas como una prueba más de elegancia. Hace año y medio confesó a algunas de sus mejores amigas su decisión de decir a su marido que no deseaba recibir de él en adelante ningún dinero para la administración de la casa. Tenía, según sus propias palabras, autorización para la venta de productos cosméticos Friné. Con su acento levemente desmayado contaba cómo había conseguido la colaboración de peluqueras y vendedoras a domicilio para distribuir lociones, cremas y tónicos. «Gano más de 200.000 pesetas al mes, ¿para qué necesito lo poco que él me da?». En la cafetería El Cisne y en la cocina, los seis chicos seguían agrupándose a su alrededor.

Pero ellos estaban en dificultades. Luis y Juan, los gemelos, habían dejado los estudios en primaria. Su padre parecía tener reservada para ellos la mejor pieza de su colección. Había comprado una finca de regadío en el término municipal de Esplús, en la provincia de Huesca: aquellas cien hectáreas con casa, naves y un pequeño lago artificial tenían muy pocos puntos comunes con la antigua parcela de Vich, pero, con unos retoques, todo podría parecer idéntico. A veces decidía que la familia necesitaba una temporada en el campo, cargaba los coches y se iba con todos a la finca. Allí sometía a los chicos a un fuerte entrenamiento para Juan Vila: dormían y trabajaban, por turno, en jornadas absolutas, de manera que el tractor siempre tenía que estar en marcha, y uno de ellos, siempre al volante. De vuelta a Montmeló, los chicos subían a sus pequeñas motos de trial y se escapaban algún rato al pub La Dolce Vita, de Granollers, donde pedían refrescos de cola. Medio pueblo sabía que el señor Juan escenificaba la posguerra de Vich en el nuevo decorado de Esplús.

Nieves, la mayor, quería estudiar ciencias empresariales, pero, ya se sabía también, su padre estaba seguro de que la única ciencia positiva era el ladrillaje, y que toda disciplina pasaba por el albañilato. A finales de junio, el día en que tenía que examinarse, el señor Juan dijo que todos a Esplús, y ella perdió curso.

Marisol, o Mary, como la llaman sus compañeras, estudiaba primero de BUP y tiene catorce años. A las cinco de la tarde salía del colegio de las Carmelitas, casi siempre acompañada de Mariángeles, Maribel y Elena, sus mejores amigas. Odiaba el inglés en la misma medida en que amaba, a su manera y siempre por turno, corno el señor Juan disciplinaba a los gemelos en Esplús, a los chicos del colegio de los escolapios. El grupo llegaba a la plaza de la Corona, rodeaba la torre octogonal del transformador y solía mirar con indiferencia la pancarta donde se anuncia el torneo de baloncesto, a pesar de su gran estatura: a ella lo que le ha gustado siempre es la natación. La algarabía de los cientos de gorriones que se quedan a dormir en las cuatro filas de castaños de la plaza les obligaban suspender la conversación y a decir, como recurso final, aquí y mañana.

Asesinato en Esplús

El día 28 de junio, a las diez de la noche, el Ford Granada de Neus Soldevilla se detuvo ante el chalé de Montmeló. Esta vez no había vuelto de la finca Mas Vila de Esplús el Chrysler diesel marrón del señor Juan, y los chicos, todos, y la sirvienta, Inés Carazo, venían con la madre. El grupo hizo alguna gestión en el interior del edificio. A continuación, Neus fue corriendo al chalé de los Molins. Lloraba.

-... Dos encapuchados se presentaron en la finca de Huesca hace unas tres horas, y preguntaron por Juan. Me dijeron que me viniese a Montmeló con la familia y que no avisara a la policía hasta pasadas tres horas. Me amenazaron con matarlos a todos. Ahora acabo de telefonear a la Guardia Civil de Binéfar. Creo que iban por él.

-Bueno, pero tal vez sea un secuestro o una paliza...

-No, no: yo noté que iban por él. Iban por él, iban por él...

La Guardia Civil llegó a la finca de Esplús unos minutos después. Juan Vila seguía en la cama, casi totalmente tapado por la colcha. Al apartar la ropa, los guardias comprobaron que tenía una herida de bala en la zona superior izquierda de la cabeza. A simple vista no se apreciaba ningún orificio de salida del proyectil. El cuerpo descansaba en posición fetal, tumbado sobre su lado derecho; los ojos, cerrados, hacían pensar que la víctima había sido sorprendida y asesinada mientras dormía. Su única indumentaria era un calzoncillo slip, de color claro. Once días después, una voz no identificada reivindicaba el hecho para la organización terrorista GRAPO. El día 27 de ese mismo mes, la magistrada-juez de Fraga, en la provincia de Huesca, solicitó que un grupo de funcionarios especializados de la Jefatura Superior de Policía de Zaragoza estudiara el caso. El funcionario Jesús J. se puso al frente del equipo. En una primera apreciación había demasiados móviles y demasiados sospechosos; no menos de cincuenta personas habrían podido tener razones para matar a Juan Vila. El único sistema razonable para conducir las pesquisas sería descartar una a una. todas las pistas falsas.

En un minucioso estudio de las declaraciones de los familiares y la sirviente, Jesús J. anotó tres puntos oscuros y se hizo tres preguntas: si la puerta del chalé de la finca Mas Vila estaba abierta, ¿por qué llamaron al timbre los encapuchados en vez de pasar directamente?; si Neus y sus hijos no pensaban volver aquella noche a Montmeló sin Juan Vila, ¿por qué habían cargado de ropa el maletero del Ford Granada y sólo el del Ford Granada?, y, sobre todo, ¿cómo podía haber visto uno de los gemelos, tal como dijo, a uno de los encapuchados: «tenía pantalón gris y camisa azul», si el cristal de la puerta del salón era de vidrio traslúcido de color amarillo?

El grupo decidió entonces investigar la vida privada de Neus Soldevilla Bartina.

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