Tribuna:

De la democracia de la ilusión a la democracia de la confusión

No era fácil el tránsito de un régimen sin libertades públicas, corno era el franquismo, a la democracia pluralista que se consagra en nuestra Constitución de 1978. La reforma de las leyes ofrece menores dificultades que el cambio de los hábitos de convivencia. La democracia además tienen que hacerla los demócratas, y produce asombro, cuando no irritación, que algunos conocidos defensores del autoritarismo antidemocrático vayan por ahí proclamando que «gracias a ellos» la democracia existe ahora en España.No era fácil, pero fue posible y sigue siendo posible, salvo que terminen imponiéndose, c...

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No era fácil el tránsito de un régimen sin libertades públicas, corno era el franquismo, a la democracia pluralista que se consagra en nuestra Constitución de 1978. La reforma de las leyes ofrece menores dificultades que el cambio de los hábitos de convivencia. La democracia además tienen que hacerla los demócratas, y produce asombro, cuando no irritación, que algunos conocidos defensores del autoritarismo antidemocrático vayan por ahí proclamando que «gracias a ellos» la democracia existe ahora en España.No era fácil, pero fue posible y sigue siendo posible, salvo que terminen imponiéndose, con la fuerza de lo que sea, algunas de las ideas que socavan el edificio a medio construir. Entre esas nociones corrosivas para la democracia me referiré hoy a cuanto se está difundiendo contra los partidos políticos, chivos expiatorios para algunos de cuanto malo nos sucede, así como a los proyectos de sustituir a los partidos por sociedades, fundaciones o clubes de composición heterogénea y pretensiones finales ocultas en algunos casos.

Hace cuatro años se vivieron jornadas inolvidables de ilusión. Si los partidos se debilitan, la democracia española caerá en la gran confusión del sistema de los agentes de naturaleza no política, donde nadie se responsabiliza públicamente de lo que acontece en la escena, con actores desarraigados, sin bases populares presentes en el proceso cívico. Un régimen, en suma, maravilloso para unos cuantos -no muchos- en una tierra extraña para la mayoría.

No concibo una democracia moderna sin grandes partidos. Lo digo ahora y lo vengo sosteniendo desde mis primeros libros, allá por el año 1958. «La segunda guerra mundial», escribí en un librito de esa fecha, veintitrés años atrás, «puso de manifiesto, entre otras cosas, que la total indiferencia constitucional entre los partidos podía favorecer el que en un momento crítico se entregase la nación a un Adolfo Hitler. Los constituyentes de Bonn tuvieron bien presente la enseñanza y consignan en el articulado de su texto una referencia expresa a los partidos, como antes hicieran los italianos que sobrevivieron a Benito Mussolini». Y concluía yo la referencia histórica con este principio general: «Se reconoce constitucionalmente que la democracia del siglo XX es una democracia de partidos, y se acepta que el partido -y no el individuo- es hoy el auténtico sujeto político».

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Todos mis escritos posteriores han sido redactados desde la base doctrinal de una concepción del partido como verdadero agente de la política contemporánea. El partido político, insistí una y cien veces, nos hará pasar de la condición humillante de súbdito a la categoría de ciudadano.

Bajo el franquismo, esta posición era pura heterodoxia. La crítica al sistema de partidos formaba el núcleo de la defensa ideológica de la llamada «democracia orgánica». Franco murió sin ceder en este punto. El sabía que el curioso «régimen sin partidos» (con un Movimiento único de símbolos y fantasmas perfectamente controlado) era su garantía de permanencia vitalicia en El Pardo.

No me gusta recordar este triste pasado nuestro, pero a veces resulta necesario hacerlo. Quienes pretenden dinamitar los partidos políticos deberían tener en cuenta lo que gracias a ellos hemos conseguido.

Es cierto -y acabo de decirlo en un semanario- que nuestros partidos son frágiles: estados mayores sin tropas, comités sin militantes. Frente a los centenares de miles de afiliados que se registran en países europeos, aquí no sumamos más que algunos centenares. Nadie debe negar que los partidos españoles padecen de malas conformaciones y que se ha acentuado en ellos la tendencia oligárquica que en la época de nuestros abuelos denunciara Robert Michels. No es correcto lo que tenemos, pero grave sería destruirlo.

Si nos situamos en el nivel de la pura teoría, distanciados de las circunstancias históricas concre

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Manuel Jiménez de Parga ex ministro de Trabajo, es militante de UCD

De la democracia de la ilusión a la democracia de la confusión

Viene de página 9tas, cabe sostener la conveniencia de las entidades (fundaciones, clubes, sociedades de pensamiento o estudio, etcétera) que nazcan con el fin de atender determinadas inquietudes de unas minorías o de realizar programas de pedagogía cívica a mayor escala. En la tesis doctoral de Manuel B. García Alvarez, Los clubs políticos en Europa (1973), se relatan las vicisitudes de esas organizaciones, que, de forma intermitente, aparecen y desaparecen desde el siglo XVIII hasta hoy.

Sin embargo, la valoración política ha de efectuarse en cada régimen y en un momento determinado de su evolución.

Cuando se trata de regímenes sin libertad de partidos, las asociaciones toleradas (por su apariencia política neutra) pueden realizar una tarea notable y positiva. Algunos clubes de Polonia, de Hungría y de Checoslovaquia merecen nuestra estima.

Pero la Constitución española de 1978 propugna como valor superior el pluralismo político. El artículo 6º reconoce y ampara la libertad de creación y funcionamiento de partidos. Han desaparecido los obstáculos legales para que el «café-café» (que es el partido) tenga que venderse como achicoria o malta (que son las asociaciones no políticas que invaden la arena pública).

El momento escogido no es oportuno. El actual sistema de partidos necesita consolidarse. Tenemos que concentrar los esfuerzos en el robustecimiento de esas organizaciones débiles. Más adelante, conseguido un sistema de partidos homologables al que existe en algunos países europeos que funcionan bien, no será perjudicial, e incluso puede resultar beneficioso, completar la tarea de los partidos con el concurso de cuantas asociaciones no políticas contribuyan a la mejora del clima de libre y democrática convivencia.

Ahora, con un grado bajo de integración social, discutiéndose aún sobre la democracia y no en la democracia, las fundaciones, los clubes o las sociedades de estudio corren el riesgo, a pesar suyo, de convertirse en grupos anty-system, según la caracterización habitual en sociología política.

Me consta, por los amigos que tengo en esas flamantes asociaciones, que no es ese su propósito, y que la mayoría de ellos aspiran honestamente a consolidar la democracia en España.

Pero cuando el golpismo ha enrarecido tan intensa y extensamente el ambiente, yo creo que la consolidación de la democracia pasa inexorablemente por la consolidación de los partidos. No hay que desechar además el riesgo de que los «grupos de intriga» se aprovechen de la confusión.

Edmund Burke dejó escritas al respecto unas líneas que siempre me impresionaron: «Son grupos de hombres que se han unido, confesadamente sin principios públicos comunes, para poder vender su inquietud conjunta al más alto precio... Organizaciones a las que nunca se les debería permitir dominar en el Estado, inútiles como instrumento del Gobierno popular, porque no tienen relación con los sentimientos y las opiniones del pueblo».

Inútiles democráticamente, distanciadas del pueblo, pero que generan confusión y debilitan el régimen de libertades. Lamentable, pero históricamente cierto.

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