Tribuna:

El gesto de un loco

Ninguna es enteramente dulce, ninguna tampoco enteramente vana; tal nos vino a explicar Fellini a media luz, entre la realidad y la memoria, tras los tristes redobles de La Strada. Elogiado y prohibido, católico y heterodoxo, testimonio veraz y a un tiempo libre del triunfo y decadencia de la muy ilustre sociedad aristocrática romana, aquella serie de historias, una sola en realidad, nos dio la clave de un momento de Europa que aún hoy lleva camino de perpetuarse en condiciones que el mismo autor no sospechara.En este crucigrama barroco, sólido y brillante, donde imágenes y palabras, ge...

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Ninguna es enteramente dulce, ninguna tampoco enteramente vana; tal nos vino a explicar Fellini a media luz, entre la realidad y la memoria, tras los tristes redobles de La Strada. Elogiado y prohibido, católico y heterodoxo, testimonio veraz y a un tiempo libre del triunfo y decadencia de la muy ilustre sociedad aristocrática romana, aquella serie de historias, una sola en realidad, nos dio la clave de un momento de Europa que aún hoy lleva camino de perpetuarse en condiciones que el mismo autor no sospechara.En este crucigrama barroco, sólido y brillante, donde imágenes y palabras, gentes de cine y clases poderosas se mezclaban tras la huella de un joven Mastroianni, lo que más llamó la atención del público fue aquello que por correr vecino a la moral de entonces hoy queda pura piel de celuloide: aquel milagro y su publicidad, que recordaba a algún otro filme anterior, las hoy modestas bacanales o Anita Ekberg disfrazada de canónigo.

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Que un Fellini católico se permitiera hacer volar a Cristo sobre Roma convertido en arcángel de piedra, gracias a un helicóptero, no se entendía bien por estos pagos, más afines a biografías de santos o a las dudas de Bergman. Una censura zafia, inoperante, alzó cuantas barreras pudo mutilando secuencias, en tanto cierta crítica acusaba a su realizador de pretencioso, de escaso rigor en la presentación de historias, que, sin embargo, unas con otras se unían como perfectos eslabones. Además, con el suicidio sin reconocer, cuando los hombres se mataban por puro accidente, el de Steiner en el filme suponía algo contra lo que la conciencia oficial se rebelaba: un acto gratuito calculado fría y lúcidamente.

Como Lawson afirma con razón, en él se halla perfectamente representado el absurdo terrible de la vida, una declaración de que la violencia, en este caso intelectual, acaba siempre siendo la triste realidad definitiva. Ahora que aquella dulce vida vuelve íntegra, por encima de la moral o de la anécdota, aún continúan vigentes las razones que da el amigo a Mastroianni en su postrera entrevista: «Es la paz lo que me da miedo», dice, «quizá porque desconfío de ella más que de ninguna otra cosa. Siento que es sólo una apariencia. Dicen que el mundo del futuro será maravilloso, pero ¿qué significa? Basta el gesto de un loco para destruir el mundo ».

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