Tribuna:

La última oportunidad

A propósito de ciertos hechos de relativa importancia política en el seno de los partidos (elección de Herrero de Miñón, defenestración de Carlos Revilla como presidente de la Diputación madrileña, polémica comunista respecto a la independencia orgánica del PSUC, entre otros), se está hablando de una cierta «rebelión de las bases» frente a los aparatos de poder de las ejecutivas. El fenómeno, de confirmarse, supondría una nada desdeñable renovación en los usos y costumbres de nuestra incipiente democracia, que se ha distinguido, hasta el momento, por un férreo anquilosamiento de las estructura...

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A propósito de ciertos hechos de relativa importancia política en el seno de los partidos (elección de Herrero de Miñón, defenestración de Carlos Revilla como presidente de la Diputación madrileña, polémica comunista respecto a la independencia orgánica del PSUC, entre otros), se está hablando de una cierta «rebelión de las bases» frente a los aparatos de poder de las ejecutivas. El fenómeno, de confirmarse, supondría una nada desdeñable renovación en los usos y costumbres de nuestra incipiente democracia, que se ha distinguido, hasta el momento, por un férreo anquilosamiento de las estructuras internas intrapartidistas, los famosos y denostados «aparatos», en perjuicio de la Imprescindible democratización y fluidez de funcionamiento.Conviene, sin embargo, atemperar los entusiasmos. Hasta el momento, lo que está sucediendo no traspasa los límites de una confrontación muy limitada y teñida en algunos casos (como en el asunto de Revilla) de oscuros, o al menos no explicados suficientemente a los votantes, tintes de enfrentamientos y enconos personales. Basta para percatarse de ello con ver, a través de estas mismás paginas y en relacion con la sucesión del presidente de la Diputación madrileña, la insólita correspondencia entre Joaquín Leguina y Alonso Puerta, ambos destacados dirigentes socialistas, donde sale a luz pública con inusitada violencia verbal, dada su condición de compañeros, discrepancias que ni siquiera se molestan en ser ideológicas.

O la rocambolesca apreciación de Pablo Castellano que, en su cruzada para expurgar del PSOE ,los, según él, «infiltrados vaticanistas» (por cierto, ¿será sólo una curiosidad semántica que cierta izquierda, llamada crítica, utiliza exactamente el mismo lenguaje que la derecha carpetovetónica?), una la salida de los salesianos de los colegios de la Diputación, con el cese-dimisión de su hasta ahora presidente.

Y es que, a pesar de los pesares y de estos brotes de «rebelión» saludable, da la sensación de que el gran público sólo sabe, como suele decirse, de la misa, la media. Y, desdichadamente, detrás de cada una de estas sorpresas, se esconden muchas más cosas de las que llegan al curioso lector. Por lo que se desprende que si es cierto que los partidos políticos necesitan una nueva dinámica interna que les haga más permeables a las bases, no lo es menos que deberían ser más conscientes, y, sobre todo, más diáfanos, de sus obligaciones con el electorado, a quien no le puede llegar los resultados de una crisis y, al tiempo, diluir sus motivaciones.

"Castigar" con Herrero de Miñón

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Por mucho que los periodistas nos esforcemos en explicarlo, lo que no siempre sucede, es de temer que las razones que han llevado a las sufridas huestes parlamentarias centristas a «castigar» a su aparato eligiendo a Herrero de Miñón. frente a Rodríguez Miranda, no salgan del círculo de los entendidos. Entre otras cosas, porque sigue sin llevarse nada que los políticos se dirijan al país más allá, y cuando ellos consideran que tienen algo que decir (que no es lo mismo que explicar), de las socorridas conferencias de Prensa y en circunstancia les entrevistas periodísticas. Hace falta tener el olfato de Sherlock Holmes para unir, por ejemplo, el discurso de Alfonso Guerra ante los ecologistas, donde puso la proa a la junta de seguridad nuclear, con la salida de su escaño de Miguel Boyer, cuando no hace falta ser muy mal pensado para relacionar ambos hechos, dado que este último era el más firme candidato socialista a uno de sus puestos... De modo que está claro que la postura de Alfonso Guerra no era sólo ideológica.

Desde que Clavero Arévalo, siguiendo instrucciones, como es de suponer, abrió la tienda de las autonomías para disimular ante los poderes fácticos, cómo se decía entonces, los casos de Cataluña y Euskadi, nadie ha parido políticamente nada para gálvanizar un país que, además de un entramado jurídico democrático, necesita que alguien le convenza de que la libertad, apenas entrevista, es un bien que debe defender a toda costa. Naturalmente, ese no es problema de fe, sino de ideas. Y de un funcionamiento, dentro de esas estructuras básicas que son los partidos, ejemplar. Hace falta, entonces, algo más que síntomas esperanzadores. Deben de ir acompañados de un serio intento de recuperar imagen ante la opinión pública, Los partidos necesitan abrir de par en par las ventanas al país si es que de verdad quieren evitarse sorpresas desagradables. Por eso, bienvenida la «contestación interna». Si, además, no va acompañada, como es habitual, de las dosis de autofagia a que algunos, y muy especialmente en la izquierda, nos tienen acostumbrados, miel sobre hojuelas. Pero que no se quede ahí. Ahora mismo, en el telar político hay muchas cosas en la penumbra (desde el contenido de los pactos del Gobierno con los catalanistas, a las negociaciones para desbloquear el nombramiento de consejo para Televisión Española) que no tienen por qué estarlo. La política española se hace en cenáculos, y la tendencia a los trapicheos y cabildeos intra e interpartidos es una constante que ya es hora de tirar por la borda. ¿Estamos en el umbral de ese momento? ¿Quién sabe?; después de todo, los partidos políticos intúyen que esta es, casi, su última oportunidad en un tren que nunca debieron perder: la capacidad de ilusionar, con honradez, y no con demagogia, a esta sociedad.

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