Reportaje:

Se casaron la folklórica y "El Estudiante"

Pasadas las doce del mediodía del pasado domingo, una furgoneta aparcó en la puerta de la iglesia de Santa Ana, en Triana, llevando centenares de rosas, claveles y gladiolos. Las flores fueron silenciosamente introducidas en el templo mientras el párroco lamentaba en su homilía: «En estos tiempos se ha perdido el respeto a los padres, a los mayores, a todo lo que lo merece por su dignidad o su oficio», y todavía recordaba, condenatorio, la anécdota del astronauta ruso que había ido a la Luna y no había visto a Dios.

En los bares, quioscos y casas de vecinos de los alrededores no hab...

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Pasadas las doce del mediodía del pasado domingo, una furgoneta aparcó en la puerta de la iglesia de Santa Ana, en Triana, llevando centenares de rosas, claveles y gladiolos. Las flores fueron silenciosamente introducidas en el templo mientras el párroco lamentaba en su homilía: «En estos tiempos se ha perdido el respeto a los padres, a los mayores, a todo lo que lo merece por su dignidad o su oficio», y todavía recordaba, condenatorio, la anécdota del astronauta ruso que había ido a la Luna y no había visto a Dios.

En los bares, quioscos y casas de vecinos de los alrededores no había más que un tema de conversación: la boda de María Jiménez y José Sancho, que iba a celebrarse pocas horas después precisamente en Santa Ana.La de Santa Ana es tal vez la más antigua de las iglesias de Sevilla (segunda mitad del siglo XIII). Se trata de una maravilla gótica de apariencia externa bastante discreta. Era un plato fuerte, en efecto, ese matrimonio de la folklórica trianera que ha puesto erotismo en la canción andaluza y el bandido ilustrado y generoso de la serie Curro Jiménez.

Bastante antes de la hora fiada para el evento (seis y media de la tarde) no cabía un alfiler en la iglesia y era dificil abrirse paso entre los centenares de personas, en su mayoría mujeres, que ocupaban la calle Vázquez de Leca, por la que se accede a Santa Ana. Era un público fundamentalmente de marías trianeras conocedoras de la vida y milagros de la novia y de mariquitas locas, muy arregladas y locuaces, aparte de curiosos, folkloristas y algún que otro observador de la vida cotidiana.

La Esmeralda, popular travestido sevillano, se encaraba con un policía nacional alto y bien plantado: «Vente conmigo, mi arma, que vas a saber lo que es bueno», en tanto que un grupo de gitanos cantaban y bailaban rumbas y bulerías, pero la gente está pendiente de los invitados famosos, que avanzan sin mirar a nadie camino del templo. Cuchicheos y comentarios escoltan, inevitablemente, a cada una: la Vargas (Manuela), la Pantoja (lsabel) -por supuesto, con su madre-, Encarnita Polo, Inma de Santis... También es casualidad que haga el día más caluroso en lo que va de año y los maquillajes derretidos estropean el lucimiento de las estrellas.

Cuando llegan los contrayentes, la expectación se convierte en delirio. Primero, naturalmente, el novio, José Asunción Martínez Sánchez, que viste un traje gris claro Luego, María, con traje bordado en piedras y cristal, de generoso escote, ideado por su modista madrileña. Hay auténticas peleas por acercarse a ellos y tocarlos.

La ceremonia resultó tumultuosa. El párroco de Santa Ana casi lloraba pidiendo silencio y recordando que «estamos en la iglesia y esto no es una fiesta». El oficiante, capellán de la Hermandad del Rocío de Triana, se dio toda la prisa que pudo y más para abreviar su plática sobre el amor conyugal dijo que amar es perdonar, entregarse, callar, y parecía que enfatizaba la última palabra, como intentando, inútilmente, que el público se aplicase el consejo. Sólo María Jiménez comulgó. Detrás, su hija, Rocío, de once años, llevaba las arras -trece monedas de oro-, y la madrina, Beatriz de Baviera, duquesa de Sevilla, ponía cara de no volver a meterse más en un berenjenal semejante..

El tumulto se repitió a la salida, aunque tanto los novios como los invitados (enviaron 2.000 invitaciones, de las que llegaron a sus destinatarios sólo 1.300). arribaron sin novedad hasta la Venta de Antequera, donde celebraron el convite de rigor -dos millones de coste- y recibieron los plácemes acostumbrados. Por la noche partirían hacia una breve luna de miel, que pasarán a bordo de un yate en el Mediterráneo.

Antes del viaje, la pareja tuvo unos minutos con los informadores. María confesó que él le había propuesto vivir juntos sin casarse, que vivirían en Madrid y que el mejor regalo de boda recibido ha sido el de un guardia civil, que, tras reconocerles, les perdonó una multa por pisar la raya continua en la carretera Madrid-Zaragoza y les deseó felicidad.

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