Editorial:

El miedo a la libertad

LA IRRITACION, cada vez más visible, con que el establecimiento político, que incluye tanto al Gobierno y a su partido como a las cúpulas de los grupos de la oposición y de otras influyentes instituciones, adepta malamente la libertad de expresión y la prensa independiente invita a extremar la prudencia y la cautela antes de pronunciarse acerca de las responsabilidades sociales de la profesión periodística y de lanzar pedradas críticas contra nuestro propio tejado. El poder, por su propia naturaleza, tiende a distinguir cuidadosamente entre la libertad, ejercitable sólo para apoyar, elo...

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LA IRRITACION, cada vez más visible, con que el establecimiento político, que incluye tanto al Gobierno y a su partido como a las cúpulas de los grupos de la oposición y de otras influyentes instituciones, adepta malamente la libertad de expresión y la prensa independiente invita a extremar la prudencia y la cautela antes de pronunciarse acerca de las responsabilidades sociales de la profesión periodística y de lanzar pedradas críticas contra nuestro propio tejado. El poder, por su propia naturaleza, tiende a distinguir cuidadosamente entre la libertad, ejercitable sólo para apoyar, elogiar o adular a quienes gobiernan, y el libertinaje, en el que incurren indefectiblemente quienes opinan o informan en detrimento de los intereses, el prestigio o las ambiciones de los que mandan.La diferencia que separa al antiguo sistema de censura, monopolio informativo y prensa controlada del actual régimen constitucional de libertades resulta hasta tal punto amplia y evidente que hace superflua la exposición de las pruebas. Queda, por supuesto, el absceso supurante de Televisión Española y las costosas e injustificables excrecencias de los antiguos medios de comunicación del Movimiento y de la Organización Sindical, sufragados en beneficio de unos pocos y en detrimento del déficit presupuestario por todos los contribuyentes. Pero más preocupante es, quizá, la actitud de ciertos sectores del poder y de la sociedad hacia la libertad de prensa, contemplada con resignado fatalismo y contenida hostilidad más que con la aceptación incondicional que merecen las instituciones de un sistema democrático.

Alguien ha dicho, seguramente deforma exagerada, que cada gobernante, cada hombre con poder, es un censor en potencia. Y la ley de información que el Gobierno de UC D prepara, la más contundente prueba de que el poder se apresta a fabricar un bozal de nuevo diseño para amordazar revoltosos.

La gangrena del temor a la libre circulación de la información y los intentos de recortar la libertad de prensa no se dan sólo en este ruedo ibérico. Países de vieja tradición democrática como Francia, donde un artículo de Zola y una campaña de prensa sirvieron en su día para rectificar el error judicial del que había sido víctima el oficial Dreyfus, son también escenarios de esa misma tendencia. Todavía está reciente la obscena arremetida del Gobierno francés y de los comunistas contra Le Canard Enchalné, tras el suicidio del ministro de Trabajo, involucrado en un turbio asunto, y el intento de hacer recaer esa muerte sobre unos periodistas a quienes. en realidad, se trataba de hacer pagar la información sobre los diamantes regalados por el sangriento dictador Bokassa al distinguido presidente de la República francesa. cuya megalomanía quedó ridiculizada por esa afrentosa propina.

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Y, sin embargo, los profesionales deja prensa no deberían -no debemos- esgrimir esas amenazas reales y siempre presentes contra la libertad de expresión como coartada para eludir la crítica -la autocrítica- de los excesos, abusos o corrupciones de nuestro propio medio. En Alemania, las denuncias contra las tropelías y fechorías de la cadena Springer han procedido de los propios sectores de la prensa democrática y dieron argu-mento al premio Nobel de Literatura Heinrich Bóll para escribir su excepcional novela El honor perdido de Katharina Blum. También en la prensa española hay serios brotes de amarillismo, tema que los dos asesinatos producidos en Baracaldo confieren una dramática actualidad- pero resultaría una maniobra diversionista y un juicio trivial considerar que los males de nuestra profesión se agotan en el sensacionalismo, en el abuso de las estampas de violencia o en la explotación del mal gusto. Con toda sinceridad, y sin asomo de agresividad, creemos que Interviú no ha dado todavía explicaciones suficientemente convincentes sobre el reportaje que se halla mediata, aunque no directamente, relacionado con los asesinatos de Baracaldo, y que el semanario de mayor circulación en el país no calculó debidamente las consecuenclas de abrir sus páginas al suministrador de una información no exhaustivamente contrastada.

Sin embargo, también parece cierto que las grandes responsabilidades que la opinión pública está en condiciones de exigir a los administradores de la información van por otro camino. Se refieren, sobre todo, a la venalidad de ciertos periodistas, a las nóminas múltiples de aquellos profesionales de la información que simultanean con seráfica inocencia las asesorías de ministros y el paracaidismo en los gabinetes de prensa de los centros oficiales con una presunta independencia como columnistas, al artificial mantenimiento en la palestra de editores de medios de comunicación que los utilizan como peana para el medro personal o financiero.

Es más en ese terreno que en el del amarillismo donde los periodistas españoles se juegan su credibilidad, su honor y su contribución al desarrollo de valores y hábitos verdaderamente democráticos.

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