Tribuna:

Tamborrada para el campeón de invierno

En el amplio repertorio de historias inciertas de Alberto Machimbarrena, entre las que destaca su generoso ofrecimiento de tablas a Alekhine en unas partidas simultáneas de ajedrez imprecisamente situadas en el espacio y en el tiempo, tal vez la menos inverosímil sea la que transcribe las últimas palabras de un conocido jatorra donostiarra en su lecho de muerte. Rodeado de sus deudos, el agonizante hacía un balance positivo de su paso por la tierra: «Una carrera profesional honrada y llena de éxitos; buena suerte en el frontón, saneados ingresos y prudentes inversiones, un matrimonio fe...

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En el amplio repertorio de historias inciertas de Alberto Machimbarrena, entre las que destaca su generoso ofrecimiento de tablas a Alekhine en unas partidas simultáneas de ajedrez imprecisamente situadas en el espacio y en el tiempo, tal vez la menos inverosímil sea la que transcribe las últimas palabras de un conocido jatorra donostiarra en su lecho de muerte. Rodeado de sus deudos, el agonizante hacía un balance positivo de su paso por la tierra: «Una carrera profesional honrada y llena de éxitos; buena suerte en el frontón, saneados ingresos y prudentes inversiones, un matrimonio feliz, hijos estudiosos y trabajadores, hijas bien casadas, nietos sanos y robustos, amigos fieles.» En ese momento, una expresión de infinita tristeza nubló su mirada: «Sólo una cosa me ha fallado en la vida: la Real.» Porque, si bien los blanquiazules de Atocha pueden presumir de que dos de sus más grandes jugadores -Eduardo Chillida y Elías Querejeta- hicieron algo menos triste y cerval la noche de nuestra cultura durante las lúgubres décadas precedentes, los guipuzcoanos ni siquiera en la época de hierro del fútbol vasco alcanzaron la gloria del Athlétic de Bilbao, dejaron irse hacia Valencia a Eizaguirre. Epi e Igoa, y, a pesar de Benito Díaz y, Andoni Elizondo, recibieron el humillante remoquete de «equipo ascensor». En verdad, a un veterano seguidor de la Real avecindado en Madrid, duramente acostumbrado a que la cazuela del Bernabéu, el Metropolitano o el Manzanares sirvieran de escenario a hecatombes y desastres sin cuento para su equipo, siempre perseguido por los millones ajenos, los arbitrajes caseros y los propios errores, no se le puede pedir objetividad y ecuanimidad al comentar el partido del último domingo. Hemos padecido demasiado para turbar la euforia del campeonato de invierno y su condición de invicta, con enojosas y, fútiles discusiones sobre penalties fantasmas, goles en posición dudosa o méritos del adversario. El viejo lema de Pablo Hernández Coronado sobre la forma más aconsejable de ganar o de arañar un punto en campo ajeno no sólo vale para el Real Madrid. Por lo demás, siempre es posible recurrir a la apologética: la Real hizo el partido que le convenía, planteó el encuentro al contragolpe, sus jugadores estaban fatigados por la tamborrada de San Sebastián, a la que, sin embargo, no pudieron asistir, etcétera. Sólo tengo dos cosas que lamentar: que la Real no metiera su segundo gol en otro contraataque, un minuto después del primero, y que sustituyera su habitual camiseta blanquiazul por otra sospechosamente merengue.

Es posible, por lo demás, que la escasa calidad del partido fuera reflejo del espectral aspecto que ofrecían los helados y casi vacíos graderíos, y consecuencia de una misteriosa invasión de ultracuerpos provocada por las cámaras de TV. Aplicando confusa y arbitrariamente las cosas sobre McLuhan oídas en la cola del cine de Annie Hall, cabría afirmar que la deprimente mediocridad de nuestra televisión posee tanta fuerza expansiva que endosa su propia miseria y sordidez a los espectáculos que transmite. El fantasma de Prado del Rey recorre, así, no solamente el Tribunal de Cuentas, sino, también, las tribunas de preferencia.

Por lo demás, no faltaron en las gradas voces que coreaban las buenas jugadas del Atlético de Madrid con los gritos de «¡España, España!», en un ejercicio coral muy inferior en calidad al del Orfeón Donostiarra, y que hacía enrojecer de vergüenza ante la estupidez hortera de tanto patriotismo sin causa. Porque, para mayor incongruencia, y como muy bien apuntaba la exigente aficionada británica Margot Vassey, al concluir el encuentro, ¿cómo identificar a España con un equipo de fútbol profesional al que, de añadidura, ha dado su actual estilo la masiva importación de cracks argentinos y que hoy mismo organiza su juego en torno a dos brasileños?

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