Tribuna:

Qué grande es ser joven

El día en que cierta bebida refrescante y multinacional descubrió en los jóvenes un mercado potencial gracias al cual exprimir un poco más el ya sufrido bolsillo de sus padres, cambió definitivamente la imagen de aquéllos, al compás de la publicidad moderna recién nacida entonces. De aquel tiempo hasta hoy, cine, carteles, imágenes y rótulos teñidos de colores entonan el cántico de esa efímera edad, bebiendo, amando, gozando, en un mundo especial, lejos de viejos y mediocres.A un aluvión demográfico parece que corresponde otro masivo de total protagonismo; así aparecen curas jóvenes, jóvenes a...

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El día en que cierta bebida refrescante y multinacional descubrió en los jóvenes un mercado potencial gracias al cual exprimir un poco más el ya sufrido bolsillo de sus padres, cambió definitivamente la imagen de aquéllos, al compás de la publicidad moderna recién nacida entonces. De aquel tiempo hasta hoy, cine, carteles, imágenes y rótulos teñidos de colores entonan el cántico de esa efímera edad, bebiendo, amando, gozando, en un mundo especial, lejos de viejos y mediocres.A un aluvión demográfico parece que corresponde otro masivo de total protagonismo; así aparecen curas jóvenes, jóvenes agricultores, jóvenes médicos, jóvenes arquitectos, encuadrados en sus respectivas asociaciones.

Aparte de la edad, diferencia evidente, ¿qué será aquello que separa a un joven agricultor de un campesino añejo, a un canoso doctor de un abogado joven? Se dirá: una actitud ante la vida, el dolor, la muerte o la cosecha, tal vez su modo de entender la vida, aprovecharla, darle algún sentido si tal cosa se halla a nuestro alcance todavía. Así el mundo aparece dividido en dos mitades netas cuando no irreconciliables: jóvenes y viejos, vivos y muertos, activos y matusas. Parece como si la menos favorecida de esta dicotomía al uso hubiera nacido anciana ya, vestida de todas sus armas embotadas, del interior de una cabeza colosal como Minerva, fría, madura y decadente. Debe tratarse de un retorno a aquella búsqueda afanosa de la fuente de la perenne juventud de un siglo en que morían a temprana edad los elegidos, cuando no amados, de los dioses.

Tal sucedió con Garcilaso, quebrado por la muerte en su momento justo, no malogrado, como tanto se dice, así Jorge Manrique ante los muros de Garcimuñoz o el doncel de Sigüenza frente a los de Granada por haber reunido en las pugnas de entonces la carrera de las letras y las armas. Bien es verdad que los tres gozaron de rango preeminente según su casa o linaje. De los otros, de los de a pie, del pueblo llano, ¿qué se hizo? Sus justas y torneos fueron de hiel y pan, sus paramentos y brocados, de hambre rancia y miseria secular. Seguramente murieron también jóvenes, sin alcanzar tampoco esa dorada edad cantada por Cervantes.

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Ni aun el famoso Manco consiguió alcanzarla porque, a pesar de sus batallas en el mar de la guerra y en la tierra de la temible burocracia, en las cárceles de la necesidad y en las prisiones de los olvidos habituales, cuando quiso comenzar a vivir, ya estaba solo, viejo y enterrado. Lope le hacía viejo, más que la enfermedad, los golpes y los años. Y a Lope, que no había librado batallas verdaderas, sino alborotos de alcoba con su secuela de duelos y destierros, a su vez, le enterraría, con parecidas armas, su hija huida o raptada, Ana Clara.

Así el eterno enfrentamiento siguió siglo tras siglo, hasta venir a dar, ya cercano a nosotros, con la cuestión conocida de Larra y su sobrino. Aquel sobrino pedante y displicente que quería serlo todo, ganarlo todo, sin estar preparado para nada, representaba para el escritor cierto sector de juventud urbana que ansiaba conquistar en un instante lo que otros aprendieron a dar o recibir en libros y escenarios o a lo largo de rosarios de artículos.

Al tal sobrino se le antojaba de pronto ser actor, y allá se presentaba a dar la lata al tío. «Soy joven», anunciaba como pliego de méritos. Luego, según el tío preguntaba, venía aquello de «¿Cómo? ¿Se necesita saber algo para ser actor?» Preludio de su ignorancia de gramática, autores clásicos, educación, modales y usos, de todo en suma, salvo hablar a la moda, intrigar o improvisar comedias para amigos. Otras veces el tal sobrino descubría temprana vocación de periodista y allí estaba de nuevo, tal como el tío lo describe, entre zaino y torcido, dispuesto a apuñalarle; otras, en fin, llegaba a enamorarse para casarse pronto y mal con ceremonia y gran traca final a base de cuernos mutuos, suicidio doble, carta al juez y feroz pistoletazo. «De estos niños vive Madrid logrado -concluía el escritor-, y de viejos tan frágiles como ellos, porque en la misma escuela se han criado. »

Mas, a pesar de unirlos a la postre, es curiosa su saña con los jóvenes. Aunque en su galería particular hay burlas para todas las edades, ya se trate de castellanos viejos o aquel otro don Timoteo literato, pesadilla de la pluma con sus comedias y sus anacreónticas, a medida que el tiempo pasa hay en sus obras cada vez menos líneas de aliento dedicadas a sus posibles, cuando no futuros, competidores, quizá porque le echaban en cara su paso al bando.conservador después de tantas prédicas liberales o su empeño en buscar un hombre fuerte que ordenara la vida y los negocios nacionales. De todos modos, por ironías de la vida, su muerte súbita y su entierro memorable sirvieron para alumbrar la pluma de uno de aquellos que bien pudo acompañar al famoso sobrino cuando le visitaba con sus proyectos y cuitas laborales.

Aquel tiempo ya casi anuncia otro, aquel que Stefan Zweig describe y analiza, una época en la que vida y apariencia giraban en tomo a la llamada gente de edad. Médicos, abogados, profesores, si querían hacerse respetar, debían de esconderse tras doctos lentes o espesos bosques capilares. Una mirada grave o un silencio imponente daban mayor valor a una receta o un informe que el diploma enmarcado, colgado en la pared, solemne, inevitable. El ajuar debía aparecer a tono con el hombre. Muebles severos, reverentes, oscuros, tapizados de raso rojo bien sujeto con tachuelas doradas. Al paciente sólo quedaba obedecer, asentir, pagar, morirse en definitiva, si aquel juez implacable consideraba que no debía resistirse al doble envite de su ciencia y su arrogancia.

Y de pronto, en un día, todo cambió barrido por un viento nuevo venido del otro lado del Atlántico. Como el cine y el tenis o el charlestón, como la americana capaz de igualar rangos y edades, todo el mundo quiso ser joven o aparentarlo al menos. Vino de nuevo un forcejeo, un enfrentarse entre mitos y edades, hasta que una guerra, esta vez total, igualó definitivamente a jóvenes y viejos en la fosa común de la catástrofe.

Hoy, descartados unos, inquietos otros, se suelen preguntar éstos si verdaderamente ese mundo feliz que anuncian será tan grande como dicen los carteles. Los de arriba, los de siempre, aseguran que sí, que ser joven es grande; los de abajo, los de siempre también, afirmaban hace días: «Hemos perdido la esperanza de tener algún día esperanza.» Frase digna de Larra escrita por un colega anónimo especialista en pintadas.

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