Tribuna:

A orillas del Támesis

En el anochecer nublado y cálido se habría dicho que estábamos en un campo británico. Británico en el concepto que de esos isleños se tenía hace años, antes de que nos visitasen los aficionados escoceses. Jugaban (o, al menos, se enfrentaban) los eternos rivales respectivos del Real Madrid y del FC Barcelona.Ni jugaban, ni se enfrentaban; practicaban un juego de ignorancia mutua, como si solo un desagradable azar les hubiera hecho coincidir en el mismo rectángulo de hierba. Quizá pretendían demostrar que a ellos, a diferencia de sus respectivos eternos rivales, no hay árbitro que les favorezca...

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En el anochecer nublado y cálido se habría dicho que estábamos en un campo británico. Británico en el concepto que de esos isleños se tenía hace años, antes de que nos visitasen los aficionados escoceses. Jugaban (o, al menos, se enfrentaban) los eternos rivales respectivos del Real Madrid y del FC Barcelona.Ni jugaban, ni se enfrentaban; practicaban un juego de ignorancia mutua, como si solo un desagradable azar les hubiera hecho coincidir en el mismo rectángulo de hierba. Quizá pretendían demostrar que a ellos, a diferencia de sus respectivos eternos rivales, no hay árbitro que les favorezca, que no existe colegiado, por mucha voluntad que ponga, capaz de ayudar a quien no se ayuda a sí mismo. El Atlético de Madrid corría más y, lo que es de agradecer, corría hacia la portería contraría, a pesar de sus escasas probabilidades de llegar. Pero, al fin y al cabo, el Atlético tiene a Pereira, quien dirige desde el podio con la inteligencia y la paciencia que su colega Von Karajan no tendría con una banda municipal. Hasta cuando Marcial salió a interpre tar el papel del hombre invisible, Herbert von Pereira cubría ese hueco adicional.

El Español, empecinado en la incoherencia, no lograba un pase, salvando jugando hacia atrás. Parecía que una sorprendente tendencia autonomista les empujaba hacia su país y, sin llegar a la carretera de Sarriá, llegaban a veces a La Almunia de Doña Godina, trastrocando la situación de las porterías. En una sola ocasión estuvieron en Madrid, y fue cuando Bío trenzó el churro-del empate a uno.

Y, sin embargo, el señor colegiado se esforzó en armar polémica, intentando hacer creer que favorecía al Atlético mediante la concesión de un penalti, al que colaboró decisivamente la víctima de la falta, y mediante la denegación de un penalti, cuando el portero del Atlético, harto de fútbol, salió de su área a jugar al rugby. Pero tan loable intención no engañó a la parroquia. Unos 15.000 británicos, de los de antes de los escoceses, ignoraron que el chisme iba a retransmitir el partido, pagaron unos precios que se anunciaban de saldo y eran simplemente equilibrados, animaron a su equipo, padecieron, las vieron venir y arrojaron tres docenas de almohadillas al final, incluso contra aquel señor que quiso hacer de Guruceta sin que nadie se lo hubiese pedido. Tan excelente público fue que. al conseguir Rubén Cano el gol, estalló de entusiasmo y de alivio, porque, tal como el asunto iba, lo tópico habría sido que fallase el lanzamiento del penalti. Si en este mundo hubiese justicia, a la salida, además de devolverles la mitad de lo que habían pagado, a estos ejemplares espectadores habría que haberles nombrado espectadores de honor. Son ellos los forjados en la sabiduría durante muchas tardes de decepción a orillas del Manzanares. La única esperanza para 1982 del fútbol español. Lo demás es pase corto y fallido, riñas presidenciales e insensatas esperanzas en el Spórting.

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