Tribuna:

La capacidad de insulto

Una de las cosas más curiosas que ocurren en nuestro ámbito es la propensión al insulto. O mejor: al uso del insulto como argumento. Frente a una razón no se responde con otra razón. Se yerguen los brazos, se gesticula, se alza la voz y, i hala!, allá va la palabra soez, el denuesto, camino de nuestros oídos.Probablemente el que insulta dispone de otros métodos para hacer cara a aquello con lo que no está conforme. Mas prefiere la atrocidad verbal. No puede evitar el ir hacia ella con obstinada ceguera. ¿Por qué? Pues porque el denostante no suele arrancar de posiciones racionales, sino de imp...

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Una de las cosas más curiosas que ocurren en nuestro ámbito es la propensión al insulto. O mejor: al uso del insulto como argumento. Frente a una razón no se responde con otra razón. Se yerguen los brazos, se gesticula, se alza la voz y, i hala!, allá va la palabra soez, el denuesto, camino de nuestros oídos.Probablemente el que insulta dispone de otros métodos para hacer cara a aquello con lo que no está conforme. Mas prefiere la atrocidad verbal. No puede evitar el ir hacia ella con obstinada ceguera. ¿Por qué? Pues porque el denostante no suele arrancar de posiciones racionales, sino de impulsos emocionales. Esto es obvio. Pero entonces hay que preguntar de nuevo: ¿por qué se conmociona el sujeto visceralmente si lo que pretende es arruinar un juicio no visceral, un juicio que es el resultado de una previa meditación bien madurada?

Aquí está la clave de la cuestión. Ocurre que en este país se aceptan las valoraciones del tipo que sean, políticas y no políticas, de un modo absoluto, es decir, sin dejar margen alguno al posible fallo, a la posible fisura. Más que aceptarlas, lo que se hace es incorporarlas, convertirlas en carne propia, en sustancia personal, en constituyente último y decisivo del propio yo. Tampoco es que sean creencias. Ni eso. O tampoco eso. Son más bien actitudes, el andamiaje de actitudes ofensivas e hirientes, gratuitamente hirientes, frente al mundo y frente al prójimo. Aquí se tienen las opiniones como se posee un arma arrojadiza: para lanzarlas al interlocutor y, si es posible, destrozarlo. Aquí no hay diálogo. Hay guerra. Por eso suele decirse de alguien con el que se ha discutido que ha sido «pulverizado», que lo han «triturado» o que lo han hecho «polvo», Lo que se quiera. Siempre una destrucción rigurosa. Una destrucción irremisible, funeraria y eterna.

La opinión de cada uno de nosotros, por muy subjetiva que sea, siempre precisará de un cierto apoyo en la realidad, en la objetividad, aunque lo que digamos nos parezca más o menos sorprendente. Mas en este caso, y si nuestro juicio alude a algo personal, puede acontecer que ello suscite en los demás unas indignaciones atroces y de perímetro insospechado. De ahí que muchas veces se eviten las alusiones a las personas y se busquen las recetas más impersonales y, por eso mismo, más abstractas. Yo puedo afirmar que no me gustan los poetas amplificadores de los sentimientos y que prefiero, con mucho, los que los concentran. Expresado así, este juicio probablemente no despierte reacción alguna de desagrado. A lo sumo, de disconformidad teórica. Pero si yo digo que prefiero Juan Ramón Jiménez a Pablo Neruda, porque el primero es más intimista y el segundo más declamatorio, es muy probable que sobre mí lluevan abundantes dicterios. Y, sin embargo, en uno y otro caso, he dicho lo mismo.

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Mas el ibero no entiende de sutilezas abstractas, quiero decir, conceptuales. Y mucho menos de sus necesarias matizaciones. El ibero, de lo que entiende y sufre es de distingos personales. Uno puede tener determinadas inclinaciones en el goce lírico y, sin embargo, no desdeñar otras distintas y aún opuestas. El que yo prefiera Juan Ramón a Neruda o, si se quiere, Verlaine a Víctor Hugo, no significa que Neruda o Hugo sean para mí poca cosa. Ni mucho menos. Son algo distinto de los caminos por lo que mi sensibilidad transita. Y yo no estorbo con mis preferencias a la sensibilidad itinerante de los demás. Quizá, en el fondo, contribuya a enriquecerla por el cambio en la perspectiva que mi actitud pudiera provocar. Pero, en nuestras latitudes, esta apertura valorativa resulta casi imperdonable.

Con eso y con todo, si en algún momento nos decidimos a abordar lo personal, caemos en seguida en el insulto y en la acepción de personas. Y así, si por ventura damos en ensalzar lo que todos ensalzan, el panorama cambia radicalmente. Entonces surge la otra tendencia, la tendencia al gregarismo. A nuestra alabanza se sumarán las alabanzas de los demás y, con todas ellas, compondremos un coro unánime de loores y entusiasmos. (Que cuando se exageran equivalen a un insulto.) Y esto sí que da placer al buen ibero. Ahí es nada, exaltarse hasta lo inefable y permitir que las últimas entretelas del corazón se derritan de entusiasmo incondicional. Entregarse en cuerpo y alma. Practicar la ceguera voluntaria. Ponerse frenético. Volverse loco. En suma, rendirse a lo irracional. ¿Por qué? Pues porque sí. Porque eso permite una especie de delirio alineante, de olvido de sí mismo, de trance y sumisión primitivos.

De una u otra forma, nadie quiere la objetividad. Todos la rehúyen. La objetividad es dificil de conseguir, pide esfuerzo a la mente, esfuerzo continuo. Pide humildad. Y todo ello supone, a su vez, una cierta dosis de serenidad valorativa. Cuando alguien practica tal ascesis, tal rara ascesis, resulta aburrido, mortalmente aburrido. Y aquí nadie desea aburrirse. Al contrario, lo que se busca es la diversión. ¿Habrá cosa más divertida que el insulto?

El insulto permite pasar del coro laudatorio al protagonismo vociferante. De comparsa innominado a actor principal y contundente. El insulto permite llamar la atención y demuestra ingenio, capacidad de improvisación, desenfado, alegría comunicativa. El insultante es un ser que salta sobre el insultado -in saltare- y lo destroza con las artes del grito y el reniego. El que insulta sabe que está encaramado en una tribuna y desde ella ejerce su oficio, su vil oficio, con la virtual participación y el aplauso de los demás. De los espectadores.

Aunque el espectáculo resulte ingrato, incivil y estéril. Pero esto al ibero, tan deseoso de regocijo a costa de los demás, le trae sin cuidado. Sin cuidado hasta que sobrevienen los desastres.

Entonces es ella. Entonces nadie abre la boca. Nadie insulta. Nadie cae en comportamiento feroz. Todo el mundo se lava las manos. Es el instante del repliegue. La gente vuelve la espalda y no quiere saber nada. La gente deja hacer a los otros. A los que, desde su palco, asistieron, complacidos, al concurso de los gritos y las calumnias. No es de buen tono recordar cosas parecidas. Cosas que surgieron, al parecer, de no se sabe dónde y a ese no se sabe dónde tienen que retornar. Total, un suspiro entre dos congojas. Nada.

Hasta que, repito, sobrevienen los desastres. La capacidad de insulto -tan hispánica- tiene esas sorpresas.

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