Cartas al director

Librerías en Francia

Le escribo a usted inmerso en una suave melancolía, tras un ligero velo de desamparo que nada tiene que ver con un renovado «mal del siglo» (¡ay si el «mal de este siglo» fuera ese!) ni con una nostalgia primaveral de amores de juventud, no se preocupe, sino que tiene que ver con un viaje. Un viaje a Francia.Es cierto que en la imaginería habitual los viajes tienen una cierta evocación triste, melancólica (quizá porque todo viaje implica un abandono), sobre todo si son a París, en invierno, como es mi caso.

Pero no, el Sena, casi helado, no tuvo nada que ver, ni la Place du Tertre bajo...

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Le escribo a usted inmerso en una suave melancolía, tras un ligero velo de desamparo que nada tiene que ver con un renovado «mal del siglo» (¡ay si el «mal de este siglo» fuera ese!) ni con una nostalgia primaveral de amores de juventud, no se preocupe, sino que tiene que ver con un viaje. Un viaje a Francia.Es cierto que en la imaginería habitual los viajes tienen una cierta evocación triste, melancólica (quizá porque todo viaje implica un abandono), sobre todo si son a París, en invierno, como es mi caso.

Pero no, el Sena, casi helado, no tuvo nada que ver, ni la Place du Tertre bajo la nieve, parecía una postal. Los franceses tampoco, estaban más bien ocultos y encogidos bajo un frío de quince bajo cero, pobres, no se lo esperaban. Pero eso es lo de menos.

Le escribo a usted esta carta más bien triste porque no me he logrado sacudir de encima, a mi regreso de Francia, de París, la impresión, el choque casi emocional que me produjo el inverosímil espectáculo -inverosímil, sí, en España-, la casi fantástica visión de las librerías francesas pobladas de gente, gente de todas clases que acudía a los libros como si estuvieran en rebajas -no lo estaban-, como si fueran Navidades -no lo eran, ya habían pasado-, como si todos los libros hubieran gozado previamente de un anuncio publicitario de best-seller. No era así.

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¿Ha visto usted una librería en París? Si usted está acostumbrado a visitar las españolas, le aseguro que es casi como ir al cine: sólo algunos de los clientes son el típico señor de gafas, y aspecto de aburrido profesor. Los demás son gente normal, la misma que acaba de dejar usted en el Metro o en la calle. Mira los libros y los compra con esa mirada amorosa y gozosa del que adquiere un libro, no tanto para criticarlo como para gozarlo, no como una obligación de persona culta o, simplemente, alfabeta, sino con la soltura de quien está acostumbrado a tratar a los libros como a los amigos del bistrot. Los compran, se les ve, con el deseo de recomendarlos.

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