Reportaje:MUSICA

"Un baile de máscaras" o historias de un rey de Suecia

En la noche del 15 al 16 de marzo de 1792 y durante un baile de máscaras que se celebraba en el teatro de la Opera de Estocolmo, el conde Anckarstroem asesina a Gustavo III de Suecia. Reinaba desde hacía veinte años y si el estilo de su mandato se ceñía a las líneas del absolutismo, Gustavo III destacó por su amor a las artes y la cultura, si bien jamás alcanzó la popularidad de sus antecesores Gustavo Vasa y Gustavo Adolfo, que contarían, entre otras plumas, con la de Strindberg a la hora de hacer su biografía.La Gazzelta di Parma, con fecha 20 de abril del cintado año de 1792, publica...

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En la noche del 15 al 16 de marzo de 1792 y durante un baile de máscaras que se celebraba en el teatro de la Opera de Estocolmo, el conde Anckarstroem asesina a Gustavo III de Suecia. Reinaba desde hacía veinte años y si el estilo de su mandato se ceñía a las líneas del absolutismo, Gustavo III destacó por su amor a las artes y la cultura, si bien jamás alcanzó la popularidad de sus antecesores Gustavo Vasa y Gustavo Adolfo, que contarían, entre otras plumas, con la de Strindberg a la hora de hacer su biografía.La Gazzelta di Parma, con fecha 20 de abril del cintado año de 1792, publica un curioso despacho procedente de Hamburgo: «Hoy, después de la comida, han llegado dos correos de Estocolmo, uno de los cuales ha proseguido viaje hacia Madrid y el otro hacia Varsovia. Los mismos son portadores de la terrible noticia de que Su Majestad el rey de Suecia ha sido asesinado durante un baile de máscaras por un noble que había sido alférez de la Guardia Real.» A continuación, el diario hace disquisiciones sobre «el gran fundador de la Suecia moderna», sus méritos y su valor.

El tema se prestaba para el folletín, bien fuera en forma dramática, bien operística, y Eugéne Scribe, ese Shakespeare francés de vía muy estrecha, no dejó pasar la ocasión. En 1833 nace la ópera de Auber, cuyo galop se divulga enormemente gracias a la acción danzada que de la pieza extrae Augusto Huss y que la Scala presenta el año 1846. Cinco años antes, con el título de Clemenza di Valois, Vicenzo Gabussi había estrenado otra ópera sobre el mismo tema en la Fenice veneciana, pieza que, al decir de los cronicones, fue tolerada por el «respetable» gracias a la presencia en la sala de Rossini, protector del compositor en cuestión. De ahí pasamos a Mercadante, quien, sobre libreto de Canimarano titulado Il Regente, vuelve sobre el asunto en 1843. Habría que esperar a 1859 para que se produjese la creación definitiva sobre el drama de Gustavo III, cuando Verdi da a concer su Ballo in máschera en Roma.

La censura de todos los tiempos

La censura, señora por la que no pasan los años ni los siglos, consideró que presentar, así como así, el asesinato de un rey no era cosa conveniente. Entonces, la acción de Gustavo III fue trasladada a Boston, el siglo XVIII se convirtió en XVII y el rey en el conde Ricardo, simple gobernador de la ciudad americana. Y todos contentos... menos los autores. En París, la solución fue diversa, que por algo los franceses son nuestros vecinos y gustan de temas españoles: todo pasaba en la Nápoles española y el asesinado no era ni Gustavo III ni el conde Ricardo, sino nada menos que Olivares. Fue Edwar Dent, el musicólogo amigo de Falla, quien restituyó las cosas a su origen al traducir la ópera verdiana para su representación en el Covent Garden de 1952. ¿Qué decirles de Estocolmo? Bajo el titulo de Maskeradbalen -a partir de 1958- se hace figurar el nombre del tercero de sus Gustavos y los personajes vuelven a ser lo que en la historia fueron. Para mayor autenticidad, Il ballo que he escuchado en la ópera de la capital sueca fue cantado en la lengua de aquella nación, lo que produce cierto efecto extraño, dada la lejanía del idioma con el italiano y dada, también, la dependencia que Verdi estableció entre pentagramas y palabras, lo que los tratadistas latinos denominan vocalitá.

Gustavo III en su tierra

Con todo, la ópera de Verdi se mantiene en pie como lo que es: un capolavoro. El anuncio de la inmediata forza, la revisión de Mactíeth y Don Carlo. Lo dramático adquiere una profundidad que todo lo invade: voces, orquesta, acciones. El compositor interpreta la psicología de los personajes y los estados dominantes de las situaciones. Alcanza una unidad en la que ninguno de los elementos se somete servilmente a los demás. Hay en la buena ópera de Verdi ese punto de expectación propio del teatro y la expresividad, la apertura de horizontes, característica de la música. Al mismo tiempo, todo se logra con simplicidad, sin amontonamiento de recursos. Como dice Russo: «El arte no nace, sino que se convierte en ingenuo a través de un proceso de purificación y sublimación.»

Cuando Verdi, con la brevedad de un motivo, con el color de un instrumento, nos sitúa dramáticamente en el punto exacto, nos parece adivinar un proceso previo de búsqueda y depuración. Este Verdi admirable de Un ballo in maschera está en condiciones de enfrentarse con Shakespeare, como lo hará al final de su carrera operística en Fastaff y Otello. No se ha desprendido todavía del misterio mágico de¡ Trovador y mantiene con claridad los contrastes que apunta Bekker: fuerza heroica y ágil bravura contra lirismo enamorado. La ópera verdiana constituye una solución completa, total, en la que teatro y música intercambian sus valores: cuanto sucede en escena es, por sustancia, musical; lo que suena en el foso es, por naturaleza, teatral.

Escuchar Gustavo III en Estocolmo es como asistir a Carmen en Sevilla o a La vida breve en Granada. No se trata de una ópera tipista, pero el ambiente del viejo Estocolmo, la sinfonía de tierras y aguas, la belleza recoleta e ese teatro pequeño, la actitud de un público que siente la obra como suya, añade algo de autenticidad al folletín de la historia. Por otra parte, la representación, apoyada en una excelente orquesta y en unos avezados coros, protagonizada, si no por grandes divos, sí por magníficos profesionales, el montaje escénico (Gentele), la coreografía (Skeaping), se ciñen a los imperativos de un teatro estable, el mejor -sin duda- de los países nórdicos. No es mayor, sino menor que la Zarzuela, el teatro Real de la Opera de Estocolmo, lo que con firma mi teoría de que esto de la ópera en Madrid es más cosa de querer que de poder. Junto a Verdi, dentro de unos días, se estrena la ópera de Ligeti con lo que el ayer y el hoy se dan la mano ante un público entusiasta que, cada noche, colma la sala para apludir a Skawonius, Petterson, Blanc, Hallin y Falknian, todos ellos dirigidos por el eficiente y siempre musical maestro Elio Boncompagni, Asistí a la representación número 203 de Un ballo, desde que fue reintegrado su argumento al escenario original y el conde Ricardo, de Boston, cedió su puesto al primitivo y auténtico Gustavo III.

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