Tribuna:

Instituciones "corpore insepulto"

Hay experiencias de la vida que le dan a entender a uno que el tiempo no pasa. Si en 1977 se repite lo que ocurría en 1947 y se tiene la fuerte sensación de que algo se repite, queda el que la experimenta bastante impresionado.Hace dos días he ido al Museo del Pueblo Español, de Madrid; o, mejor dicho, a los almacenes donde yace la colección de 17.000 objetos, tan espléndida como desdichada, que lo constituye. Me ha parecido volver a hace treinta años. Más trabajo acumulado, el mismo tesón por salvar los tesoros de la vida popular de esta tierra, el mismo orden y método en la callada tarea cot...

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Hay experiencias de la vida que le dan a entender a uno que el tiempo no pasa. Si en 1977 se repite lo que ocurría en 1947 y se tiene la fuerte sensación de que algo se repite, queda el que la experimenta bastante impresionado.Hace dos días he ido al Museo del Pueblo Español, de Madrid; o, mejor dicho, a los almacenes donde yace la colección de 17.000 objetos, tan espléndida como desdichada, que lo constituye. Me ha parecido volver a hace treinta años. Más trabajo acumulado, el mismo tesón por salvar los tesoros de la vida popular de esta tierra, el mismo orden y método en la callada tarea cotidiana... y la misma cochambre, la misma tristeza, el mismo abandono por parte de las autoridades. Trabajan personas interesadas en un aspecto de la cultura española despreciado hasta hace poco por la Universidad con ignorancia insolente. Se desvelan de amor. Pero hoy la respuesta a sus peticiones es la misma: negativa, abúlica, displicente del burócrata endomingado de ayer. Se dice de continuo que «hemos cambiado». No en algunas cosas fundamentales. No hemos cambiado la forma ordenancista con que se desarrolla la vida cultural dentro del Estado.

Seguimos obligados a aceptar, sin más, las decisiones de un alto funcionario, que no representa nada ni a nadie, culturalmente hablando. Seguimos echando de covachuela en covachuela las responsabilidades. Seguimos provocando desalientos, desesperanzas y hundimientos de vocaciones. No, no hemos cambiado, ni vamos por el camino del cambio. Yo amo al Museo del Pueblo Español como cosa mía: pero uno de los días más felices de mi vida fue aquel en que, a comienzos de 1953, presenté la dimisión de director, después de once años en que aprendí mucho, trabajé como una fiera y bregué con toda clase de «cagatintas» (ahora se les llama tecnócratas). De los de arriba y de los de abajo. Los de abajo decían: «Elévese su reclamación a la superioridad.» Los de arriba replicaban de modo dodaísta: «Elévese a la inferioridad.» Me marché de allí, después de haber redactado e impreso un proyecto de museo al aire libre que, copiado de mala manera, sirvió para levantar la Feria del Campo, estropeando un hermoso trozo de la Casa de Campo. Me marché creyendo que acaso era mi persona, por poco grata, fa que impedía que el Museo prosperara. Soberbia excesiva. Yo no le importaba a nadie... y al Museo menos, si cabe.

Ahora, veinticuatro años después de recobrar mi libertad, veo que se sigue pensando lo mismo. ¿A quién puede interesarle un museo de artes y tradiciones populares y la posibilidad de montarlo como los hay en Francia, o en Suecia, Noruega, Suiza, etcétera? A nadie, o menos exactamente, a cuatro locos desvalidos. ¿Un Museo de Folklore? ¿Pero qué es eso? ¿No tenemos los mejores especialistas en jipíos, movimientos de caderas y zapatetas del mundo? ¿No contamos con cantidades ingentes de colmados, freidurías y casas de gula donde se come y bebe folklóricamente? ¿Qué quiere usted? ¿Qué se ha creído usted?

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No me he creído nada. Lo único que pienso es que la revolución más difícil que habría de hacerse en España, porque no se refiere a rentas, ni salarios, subidas de sueldos y estatutos de personas con intereses muy claros, por lo egoístas que son, sería la Revolución Cultural una verdadera Kulturkampf, no calcada de la alemana, pero sí fuerte y férrea, para ver si de algún modo entramos en vereda y no confundimos el espíritu con la letra, la asignatura con la ciencia, el medio con el fin. Fuera de fariseísmos de derecha y de izquierda.

Estamos cargados de instituciones malas. No cesamos de tener congresos, coloquios, simposios como se dice ahora y de jugar a las cocinitas con la ciencia y el arte. Pero hemos dejado que se hundan viejas instituciones, muy eficaces en su tiempo. Lo del culto a las «venerandas tradiciones» es un latiguillo que repiten gentes que no saben qué es la tradición y que en cuarenta años de «mando» procuraron que desaparecieran: el Ateneo de Madrid, la Institución Libre de Enseñanza, el Museo Pedagógico, el de Historia Natural, el del Pueblo Español, el Jardín Botánico. Han dejado vivir en la miseria a la Real Sociedad Económica Matritense, la Real Sociedad Geográfica, la Antropológica, etcétera. Matamos pájaros que vivían en jaulas modestas. Construimos enormes jaulones sin pájaros. Hemos creado los institutos de Doña Berenguela, Bernardo el Gotoso, Bernardo el Diácono, Doña Toda, Wamba, Calaínos y Bernardo del Carpio. ¡Racataplán cataplán! Lo que no funda uno no es histórico, ni tradicional, ni venerando.

¡Pobre Museo del Pueblo Español! ¿Cuándo saldrás de tu larguísimo estado de crisálida, llena de posibilidades para ser algo bello y magnífico como podrías serlo, de no haber tanta «alma muerta» donde debían estar las «fuerzas vivas»? Yo no lo veré, aunque llegue a octogenario, ¿qué impide tu desarrollo? Lo que hizo que hace cuatro años, una vez instalado, después de gastar una millonada, se diera un «ordeno y mando» decretando la anulación: la voluntad omnipotente de un señorito soberbio, con poder en un mundo dé cagatintas sumisos. Mientras que las decisiones de un pobre hombre con mando como aquel lo tenía tengan en la vida oficial más valor que el consejo de gentes cultas, desinteresadas, abnegadas, no hay nada que hacer. Pero esto puede dar lugar a posturas anárquicas, justificadas. Porque si lo que decide un jacarandoso directorcito general vale más que lo que piensan ciertos de hombres y mujeres sensatos, habrá que seguir creyendo que este Estado nos domina, pero no nos protege, que está montado al servicio de fanáticos y de ambiciosos. ¡Pensar que en hacer una instalación cursi y perversamente anticientífica se gastó una millonada! ¡Pensar que, inmediatamente, el mismo que la mandó hacer mandó deshacerla! ¡Pensar que un museo riquísimo se metió como se pudo en cajas y que en ellas está! Todo esto y más ha pasado. En fin. Mejor para el que tenga gratos recuerdos de sus relaciones con el Estado. Los que no las hemos tenido seguiremos soñando con la necesidad de una Kulturkampf como solución a la apatía, la abulia y la insolencia de los que representan al Estado en el campo de las ciencias, las letras y las artes.

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