Tribuna:

El sino de la cultura actual

Hemos visto, en colaboración con José Angel Valente, que la política establecida ya tras el franquismo consiste en: a) representación escénica de un cuento muy conocido (pero en el que, por lo menos, se nos cuentan algunas cosas, en vez de mantener las todas secretas, como en la altisonante farsa representada a telón corrido por el franquismo), el cuento de la democracia liberal parlamentaria; b) cuyas secuencias más publicitarias, sacadas del contexto parlamentario, se exhiben en la pequeña pantalla de la televisión; c) con el fin de fabricar y poner en circulación unas «imágenes» proyectadas...

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Hemos visto, en colaboración con José Angel Valente, que la política establecida ya tras el franquismo consiste en: a) representación escénica de un cuento muy conocido (pero en el que, por lo menos, se nos cuentan algunas cosas, en vez de mantener las todas secretas, como en la altisonante farsa representada a telón corrido por el franquismo), el cuento de la democracia liberal parlamentaria; b) cuyas secuencias más publicitarias, sacadas del contexto parlamentario, se exhiben en la pequeña pantalla de la televisión; c) con el fin de fabricar y poner en circulación unas «imágenes» proyectadas conforme, a un previo papel o script, (Suárez es quien más perfectamente ha internalizado este papel -en la doble acepción de la palabra: papel- representado y papel leido-, hasta el punto de que su estilo de, llamémoslo así gobernar, su «cultura política» practicada, se reduce a eso... y a su labor de establecer contactos y desarrollar habilidades entre bastidores, a la «minipolítica» sin luz ni taquígrafos.)Pero también hemos visto, creo, que la cultura establecida es asimismo representación de las «imágenes culturales» disponibles en el mercado y, tras la correspondiente «ceremonia cultural» (conferencia, presentación del nuevo libro, rueda de prensa, aparición en los espacios culturales de la televisión, coro de logios en la prensa, etcétera), venta del producto y, sin demasiada metáfora, «venta» también de su autor.

Creo que no obtendremos plenas credenciales para ' nuestra crítica si no empezamos por avalarlas por la autocrítica en nuestro propio plano, el cultural. En él, las «imágenes» -de las obras y de sus autores- se confeccionan a partir de los productos manufacturados -libros, cuadros, filmes, etcétera- impuestos por la oreanización cultural -cultura burocratizada- o puestos de moda publicitariamente mediante un hábil lanzamiento -en esto los mejores especialistas del mundo siguen siendo los franceses- y subsiguiente venta en el mercado llamado libre y, en realidad, oligopolizado.

La cultura franquista -si es que no hay aquí una total contradictio in adiecto- era, exclusivamente, cultura burocrática. La marginal al franquismo bajo él, y la actual, «industria», y «comercio» de la cultura. Los sedicentes intelectuales del franquismo eran pura y simplemente funcionarios que vivían no del público, sino del -arbitrario- escalafón. Los antifranquistas necesitaban, necesitan exponerse en las vitrinas de las boutiques de la alta cultura. Entre unos y otros, los meros representantes de lo que, en sentido estricto, llamo cultura establecida, son los del buen paño que en el arca se vende, los que ya lo dijeron todo entonces y lo siguen diciendo, monótona e imperturbablemente, por los años de los años, reproduciéndose a sí mismos, como si el tiempo se hubiese detenido, y considerando todo lo posterior a aquel mítico entonces, mera falsificación de la verdadera cultura, la de su neoescolástica. A su modo, son también «funcionarios», aunque no del aparato estatal, sino de su propia burocracia cultural o del funcionariado de la empresa correspondiente que, como toda empresa importante, pertenece, le guste a ella o no, al establishment social (nunca demasiado alejado del político, pese a algunas apariencias).

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Cabe decir, pues, que el sino de la cultura actual es someterse a este dilema: o burocratización o industrialización y comercialización. Quien rechaza esta última elige un porvenir oscuro, aburrido, académico o erudito, funcionarial sí, pero asegurado, libre de las alzas y bajas de la cotización y, como he dicho, establecido. Por el contrario, mantenerse «en la brecha» demanda la participación en el ceremonial cultural. Y repárese en que el representante de la contracultura es no menos «ceremoniático» (como decía San Juan de la Cruz) que el representanté de la cultura más plausiblemente recibida. El ritual retórico es practicado -para no citar, a modo de ejemplo, sino nombres de valía generalmente reconocida- por Agustín García Calvo no menos que por Juan Benet, por éste no menos que por Camilo José Cela y por éste no menos que por Pedro Laín (retirado ahora, lo que es de lamentar, de la vida pública del escritor, la cual, a su modo, no es menor que la del político). Yo mismo, que me tengo -quizá equivocadamente- por una de las personas menos retóricas que hay, practico, sin duda, y quiera o no, una. .retórica de la anti-retórica. Pues en definitiva, tan espectáculo es el callejero, o el living y el guerrilla theater, la comedia, la farsa, el modernizado y exhibicionista entremés de Francisco Umbral, sujeto a sus bastante rígidos elementos escénicos, por él mismo convertidos en fórmula y estereotipados, como el drama o la tragedia clásica, atenida a las tres unidades.

Lo que distingue, por tanto, a la cultura viva de la cultura establecida no es la ritualización, de la que, en mayor o menor grado, no escapa nadie (y los burócratas culturales, menos que nadie: la diferencia estriba en que el ritual de éstos es pobre, maniático, ordenancista y anticreativo). Lo que de verdad la distingue es el inconformismo. Inconformismo, por supuesto, con el orden -es un decir- establecido. Inconformismo también consigo mismo. En realidad son indivisibles uno y otro inconformismo. Quien se contempla en su presumida perfección es porque se ha conformado ya con el mundo que -piensa él- ha incorporado esa supuesta perfección. Y el inconformista con.respecto al mundo empieza a serlo con respecto a sí, no se detiene en ninguna estación de uno u otro recorrido, el de la sociedad en la que vive, el del «sí mismo» conel que vive. La identidad consigo mismo es una ilusión, generada, las más de las veces, por,la obstinación, por la tonta terquedad y, cuando no, por la casi tan tonta, aunque más simpática, simpl icidad. La conversión de sí mismo en su propia estatua es -dicho sea con todos los respetos a la memoria de Eugenio d'Ors, formulador de tal desiderata- la renuncia ya a seguir pensando, a seguir poniendo todo en cuestión (incluido uno mismo y cuanto dice), a seguir ejerciendo el oficio intelectual, para el que no hay másjubitación que la arterioesclerosis mental o la muerte; dicho menos patéticamente, el quedarse quedo.

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