Tribuna:

Cambio político y discurso panegírico

El 27 de febrero de 1939, en Collonges-sous-Saléve, un pequeño lugar de la alta Saboya vecino a Ginebra (el mismo lugar donde 38 años más tarde esbozo estas líneas,con propensión escasa a que un estúpido olvido de la historia ''ahora para- algunos programático- ayude a que aquélla se repita en sus mas sombríos aspectos), don Manuel. Azaña firmó su dimisión como presidente de la segunda República española.El reconocimiento de un Gobierno legal en Burgos por parte de las potencias, singularmente Francia e Inglaterra, me priva -escribe ...

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El 27 de febrero de 1939, en Collonges-sous-Saléve, un pequeño lugar de la alta Saboya vecino a Ginebra (el mismo lugar donde 38 años más tarde esbozo estas líneas,con propensión escasa a que un estúpido olvido de la historia ''ahora para- algunos programático- ayude a que aquélla se repita en sus mas sombríos aspectos), don Manuel. Azaña firmó su dimisión como presidente de la segunda República española.El reconocimiento de un Gobierno legal en Burgos por parte de las potencias, singularmente Francia e Inglaterra, me priva -escribe Azaña- de la representación jurídica internacional necesaria (..). Desaparecido el aparato político del Estado ( ... ),carezco, dentro y fuera de España, de los órganos de consejo y de acción indispensables para la función presídencial (..). Pongo, pues, en manos de V. E., como presidente de las Cortes, mi dimisión de presidente de la República. En rigor, Azaña dimite -para, utilizar sus propias palabras- ante un desaparecido el Estado español, cuyo aparato político democráticamente opiado era la República. El Estado ha muerto, viva el Estado.

Desde ese momento, una nueva legalidad -ya internacionalmente convenida- se Constituye por la fuerza como aparato de Estado. No hay, en rigor, más legalidad que la que el Poder sanciona, y el Poder había pasado ya a otras manos. De legatario inicial del Poder (del Poder de una burguesía regresiva cuyos intereses resultaron civilmente inviables), el dictador militar se convierte en propietario de aquél, lo conforma a su gusto y lo transmite según su voluntad. He ahí, en su más escueta sustancia, nuestra historia política de los cuarenta años últimos.

Tal es, en efecto, la genealogía de la Corona en los presentes momentos y tal la genealogía del cambio político español, cuyo inicio se debe a un simple accidente estadística mente previsible, el fallecimiento del dictador. Ni la Corona ni el cambio político en sí mismo encuentran en lo inmediato otros antecedentes. El proceso de cambio, provocado por el Poder (el Poder se sustituye así mismo), se negocia también desde el Poder. A ese proceso se da el nombre de democracia.

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En el último año, según uno de nuestros comentaristas políticos, España ha batido el récord mundial de utilización de esa palabra. Lo que no parece claro es cuál sea, en rigor, su contenido. A falta de contenidos precisos y limitándonos a observar que desciende de lo alto, la democracia española podría ser definida como una democracia vertical.

Entre el Poder que se autoconstituye, corno fue el del dictador militar, y un Poder que, a la desaparición física de aquél, trata de convalidarse democráticamente, dirigiendo él mismo, en cuanto Poder, la obtención de un consenso civil, las diferencias de forma pueden ser notables e incluso importantes; las de sustancia podrían ser, en definitiva, mínimas. La estirpe autoconstituyente del Poder no parece ser menguada en el partido que desde el Gobierno lo administra. En todo caso, ese partido se ha definido más por su capacidad para acaparar las estructuras del Poder que por la de llevar a éstas un contenido preciso. Un caso típico de precedencia casi cómica de la estructura sobre los contenidos -o del poner antes el carro que los bueyes- es la creación de un Ministerio de Cultura. ¿Por qué no hacemos antes la cultura y el ministerio luego?

El partido en el Poder recuerda mucho -por la falta de programa, por la falta incluso de cohesión del partido mismo, suplidas casi exclusivamente ante el electorado por el súbito crédito y los realzados atractivos de su candidato principal- los llamados calch-all-parties o partidos atrápalo-todo. En efecto, parece que el elemento aglutinador de dicho partido sea más la simple opción del Poder que una cohesión ideológica profundamente fraguada.

Pero si el partido del Poder no tiene ideología, la izquierda tampoco abunda en ella. El Partido Socialista aparece, por el momento, como un típico producto electoral, cuyos contenidos ideológicos nucleares deben de haber sido violentamente rebasados por su propia situación de éxito. Por ese éxito el partido ha pagado, entre otras cosas, el tributo de una excesiva o lamentable personalización, no exenta de algunos de los elementos de lo que, según recuerda en un libro reciente Roger-Gérard Schwartzenberg, se ha llamado en política electoral americana un sex campaign.

En el caso del Partido Comunista parece bien claro que éste ha hecho una opción a todas luces no ideológica al presentarse, desde el cuadro nacional, como adelantado o mascota del eurocomunismo. Pues bien evidente resulta que el llamado eurocomunismo no es una forma de pensar, sino sólo un modo de colocarse. Por lo demás, respecto de la capacidad de colocación de quienes en España protagonizan el cambio eurocomunista, bien cabría decir lo que Leonardo Sciasciala dicho hace poco del dirigente italiano Giorgio Amendola: Se comprende que quien, en el interior de un partido comunista, ha atravesado sin bajarse del caballo el estalinismo y el antiestalinismo haya de poder darse una justficación para ese modo de mantenerse en la silla.

Cabría decir que, en la actual situación española, las opciones de Poder y la urgencia con que a los interesados en el Poder dichas opciones se presentan cierran, por el momento, la posibilidad de un pensamiento político. Resulta particularmente alarmante que en esas condiciones de precariedad del pensamiento, ciertos representantes profesionales de éste incidan con tanta abundancia como indiscriminación en un monótono discurso panegírico. Porque el cambio, si realmente se ha iniciado o ha de producirse, va a necesitar más de un pensamiento crítico que de un seudo-pensamiento laudatorio.

Si no practicamos el olvido programático al comienzo de estas líneas señalado, habremos de convenir en que durante cuarenta largos años el pensamiento político español ha padecido gravemente por erosión de su suelo laborable. El suelo orgánico que el pensamiento para dar fruto exige es de reconstitución lenta. En todo caso, su ritmo no parece acordarse exactamente al de un brusco cambio político arbitrado, en principio, desde arriba. Para una reconstitución de tal naturaleza, cinco años -plazo adelantado por algún eminente economista- parece un plazo insuficiente. Habría que añadir, en este caso, al prurito panegírico una desaprensiva inclinación a la profecía. Pero la profecía es un don que acaso el dador de dones no guste derramar a la ligera.

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